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lunes, 27 de julio de 2015

Transpirenaicos


Desde los albores de la humanidad la literatura nos regala hermosas historias de aventuras y viajes. Exploradores que descubren nuevos lugares, culturas y paisajes. Soñadores que disfrutan del viaje más que de la meta. Caminantes que se descubren a sí mismos y a sus compañeros superando las vicisitudes del trayecto. Viajes con o sin rumbo concreto pero siempre de autodescubrimiento, de intensidad interior, de transformación.
Estos últimos cuatro dias junto a seis adolescentes del Crae que dirijo nos unimos a las jornadas finales de la Transpirenaica Social y Solidaria compartiendo camino desde Vilamaniscle hasta los metros finales del Gr11 en Cap de Creus. La emoción de los valientes que llegaron allí tras andar durante cuarenta y dos jornadas desde las aguas cantábricas de Hondarribia sólo era comparable al tremendo esfuerzo individual y conjunto para lograrlo.

Estos cuatro días de camino han sido tremendamente especiales para todos aunque yo me dediqué lógicamente a observar con mucha atención la actitud de mis chicos: adolescentes poco puestos en estas lides, protestones ante la mínima dificultad y con espíritu individualista en mayor o menor grado.
Sin duda este tipo de aventuras modifican la percepción de uno mismo y la del grupo y efectivamente así ocurrió con todos los chicos.

Es obvio que la convivencia a través del inmenso calor de julio, la escasez de agua, el polvo del camino, el dolor de las ampollas, las noches sin cama y la fatiga generalizada cristaliza en la creación de vínculos acelerados con las personas.
Los diálogos informales, las bromas, el compartir bebida y comida, las reflexiones espontáneas, la abertura al desconocido, los problemas a resolver, los errores y discusiones, la empatía para el o la que no puede con el peso de la mochila a media subida. Todo ello conforma una suerte de contexto favorable al crecimiento personal y al conocimiento del otro. A decir verdad la percepción del tiempo se distorsiona de tal manera que cuatro días de camino conjunto parecieran como mínimo una semana.

Observé, como decía, a mis chicos y pude ver en cada uno de ellos nuevas facetas que desconocía; uno de ellos consiguió a golpe de riñón en las subidas hacia Cap de Creus creer en él mismo más de lo que lo había hecho nunca, otro se sintió tan integrado que dedicó ayuda y cuidado para los más débiles abandonando transitoriamente su comportamiento de macarrilla de barrio, una chica me aseguró en los momentos más duros que estaba disfrutando retándose a si misma, otro chico mostró su sensibilidad en público-algo tan complicado para un joven residente en un centro de menores- una noche de reunión, otra adolescente  descubrió lo interesante que podía ser relacionarse positivamente con personas muy diferentes. Todos ellos disfrutaron y sufrieron del camino igual que yo, juntos, compartiendo espacio y tiempo intensamente.

Como profesional de la educación social valoro inmensamente proyectos y actividades de este calibre puesto que entroncan justo en aquello tan en boga últimamente: el crecimiento personal. A eso nos dedicamos los trabajadores de este ámbito con mayor o menor fortuna. Formados, eso sí, en doctrinas educativas algo trasnochadas y enjaulados en un sistema laboral y de recursos enlatados que no nos dan mucho margen a la improvisación y la innovación. Pero cuando nos salimos del cotidiano y nos movemos en otros parámetros descubrimos, perplejos, las inmensas posibilidades de nuestra profesión. Y es que para poder acompañar a jóvenes y adolescentes con infancias truncadas hace falta mucha vida.

Una de las noches, en un privilegiado jardín del albergue de Llançà a la luz de los fanales se contaron historias, se cantó y rió. Ignasi de Juan, alma y líder del proyecto, como de costumbre improvisó una ronda de parlamentos para finalizar el día y fue justamente  ahí donde llegó mi momento. Y no, no fueron mis reflexiones del día sino las de Henry, un joven gambiano, las que me tocaron y resonaron como un tambor en el alma. El fornido africano dijo que durante todo el camino se había sentido vivo! En ese instante me sentí conmovido y me permití sentirme feliz por él y por mí: vivo, satisfecho como educador y feliz en toda mi persona. Es la magia del camino.  


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