Vistas de página en total

google analytics

domingo, 1 de octubre de 2023

Educadoras/es: hora de hacerse oír.... como siempre!


¿Sabéis qué? Me apasiona lo que hago. Pese a las tensiones, altibajos, frustraciones y miedos. Pese a los cabreos y los quebraderos de cabeza. Pese a las incertidumbres a menudos gigantescas. Pese a unos salarios de mierda en un convenio (el de Catalunya) congelado desde hace más de una década… (se desbloqueó sin grandes mejoras una semana después de empezar este escrito).

Y es sin duda la pasión por acompañar infancia y adolescencia en situaciones complicadas y a sus familias lo que me ayuda a enfrentar cada jornada laboral con ilusión. También me mueve acompañar al equipo y observar cómo educadoras y educadores jóvenes van creciendo profesionalmente ampliando su mirada, madurando y ofreciendo una intervención progresivamente de mayor calidad.

Sí. Tengo la enorme suerte de haberme dedicado a aquello que amaba. Me queda la duda del huevo o de la gallina: ¿me dedico a lo que amo o amo a lo que me dedico? No lo sé. Tal vez si me hubiera dedicado al periodismo -como en parte de mi adolescencia deseé- hablaría hoy con la misma pasión. ¿Quién sabe? Pero a lo que vamos: soy educador social y pedagogo. ¡Educador de la primera promoción, nada menos! Desconozco si eso me da cierto pedigree pero yo mismo me lo otorgaré sin modestia. Y me lo otorgo porque me siento orgulloso de lo que hago. Me siento orgulloso de mi profesión en general y de lo que aportamos a esta sociedad. Y lo digo desde la más absoluta serenidad; la que me aporta un bagaje de 28 años en la profesión desenvolviéndome como educador, coordinador, docente y director en la protección a la infancia, el trabajo en medio abierto, la atención a familias, la tutela y la universidad.

Y desde esta experiencia profesional en la que siempre he intentado dar lo mejor de mí mismo y disponer de una mirada posibilista llego hoy a 2023 atisbando una realidad que me abruma un poco y que creo, debemos denunciar. Permitidme que hable desde mi lugar de mayor conocimiento: la realidad de los y las profesionales en la atención a la infancia y adolescencia en Catalunya (aunque creo que es extensible al estado español).

En contadas ocasiones he escrito sobre ello pero hoy no voy a obviar la cuestión de las condiciones laborales de nuestro ámbito ya que sí, nos afecta y mucho. Más allá de la idea del escaso salario me gustaría argumentar sobre el respeto por nuestra profesión, por recordar lo que aportamos y lo que ponemos en juego a diario y como todo ello a menudo se desconoce o no se le da el suficiente valor. De hecho, no lo hacemos ni nosotros mismos.

 Que nadie se me enfade que voy a escribir desde las tripas.

Empecemos:


  1. Nuestra profesión cuenta con una relativa buena salud, es decir, está reconocida por la administración y más o menos están definidas nuestras funciones, si bien debemos enfrentarnos a enormes lagunas legales, odiseas burocráticas o la eterna falta de recursos (que no siempre es así y a menudo sirve de tremenda excusa). Las primeras promociones de educadoras y educadores sociales empezarán a jubilarse en unos 10 o 15 años -si el sistema lo permite- y muchos jóvenes escogen esta profesión por una motivación parecida a la que los más viejos usamos para llegar a ella: ayudar a construir una sociedad más equitativa, sostener a las personas con mayores dificultades, luchar por cuestiones de igualdad social, acompañar en el empoderamiento de la gente o creer en la justicia social.  Motivaciones, todas ellas y muchas más, muy loables y siempre en el flanco izquierdo del pensamiento político si bien voy observando cómo, progresivamente, los y las profesionales más jóvenes disponen cada vez de una menor mirada política, de contexto, de saber de dónde venimos, hacia dónde vamos y de quién corta realmente el bacalao (“quí remena les cireres”). Todo ello me retrotrae a menudo a mis primeros años de educador y mi dulce inocencia, pero cuando pienso un poco en ello creo que no era tan "inocente". Había leído a Foucault, Giroux, Freire, Bordieu, Weber y otros. Era capaz de relacionar todo ello en mi práctica cotidiana y disponía de una mirada muy crítica (que se ha reformulado con el tiempo) que me hacía reflexionar, mover y vislumbrar mi intervención concreta en un contexto mucho más amplio dotándola de sentido general.

Hoy día no abundan este tipo de reflexiones en los profesionales más jóvenes (por lo menos en una mayoría) y ello es muy preocupante puesto que podemos correr el riesgo de observar nuestra profesión como una suerte de miles de intervenciones dispares desde lugares diversos, inconexas y vestidas sólo desde la tecnificación.

En lugar de encontrar sentido y ahondar en la cuestión clave de nuestra profesión muchos profesionales se vuelcan en el esfuerzo titánico de "hacerse reconocer", de viralizarse como profesionales eternamente maltratados en una profesión durísima que no acaba de recompensar a quienes la practican.  Y no les falta razón, claro, pero a mí me rechina mucho que esa queja lastimosa provenga, a veces, de profesionales que prácticamente aún no han tenido tiempo de "quemarse" o que les cuesta situar su desempeño diario en un contexto mucho mayor o que realmente no se reconocen como verdaderos agentes de cambio.

 

No se me vaya a enfadar ahora ningún educador o educadora de las nuevas hornadas. Existen profesionales jóvenes brutalmente competentes y motivados como nadie en pos de ser agentes de transformación; verdaderos cracks que desarrollan su labor cotidiana centrados en la intervención concreta pero sabedores que sus efectos van mucho más allá, jóvenes educadores y educadoras comprometidos con las personas a las que atienden; lo que yo defino como "poner el corazón".

 

Sin embargo y a riesgo de equivocarme (ojalá) sí que observo una importante masa de nuevos profesionales que no acaban de integrar el encargo social de su profesión en toda su magnitud y se quedan enmarañados en la mera cuestión (que no es "mera" sino básica) de las condiciones laborales. Y conste que soy consciente que la profesión necesita urgentemente una mejora brutal y general en cuánto a ellas (más abajo expongo) pero me resulta triste que ese sea el motivo por el que muchos jóvenes se desaniman, queman o abandonan sin haber tenido la oportunidad de aprender por más años su profesión ni de poder disfrutarla y valorarla en su magnitud.

 

  1. Una gran mayoría de los profesionales de le educación social en infancia y adolescencia están contratados por organizaciones del tercer sector. El resto desarrollan su trabajo en las diversas administraciones. Progresivamente se ha ido generando una diferencia abismal entre unos profesionales y otros en cuestión salarial y de condiciones laborales. Aun desarrollando idénticos trabajos hay unos educadores y educadoras que pueden llegar a percibir hasta el doble de salario que sus homólogos del tercer sector. Por poner un ejemplo de los trabajadores en el ámbito residencial, un educador/a de un CRAE público puede percibir el sueldo de un director/a de un CRAE no público (y ello sin contar con la descomunal  responsabilidad legal con la que carga este último como guardador legal) y un director/a de un CRAE de la administración percibirá casi el doble (con extras y demás) que uno del tercer sector con idéntico encargo. Si tenemos en cuenta que un niño  o niña con una resolución de tutela puede acceder tanto a un centro público como a otro del tercer sector puesto que así lo disponen sus derechos legales  ¿ya parece justo a nivel político esta distinción?; ¿qué diría la  opinión pública si ello ocurriera en la sanidad pública especializada?, ¿o en los recursos de la  educación pública?....¿por qué motivo unos profesionales con idéntica responsabilidad social y encargo público disponen de condiciones radicalmente tan lejanas?....el mismo niño o niña tutelado puede ser atendido bien por profesionales con unas buenas condiciones laborales bien por otros que no disponen de las mismas para nada, pero los derechos, esfuerzos y dedicación que merece son los mismos, evidentemente. Entonces, ¿para el sistema es justificable que la atención a los mismos derechos esenciales merezca en unos casos unos recursos y para otros mucho menos?

 

No vamos a entrar en la historia de por qué ello es así ni de las gestiones que originaron los primeros centros no públicos ni de los acuerdos con la administración catalana. Ello forma ya parte de un pasado que felizmente se quiso cerrar en 2008 con el convenio d'Acció Social, en su momento muy innovador (al venir de la más absoluta nada anterior) y con unas mejoras salariales para todo el colectivo, especialmente para el de los centros residenciales. Sin embargo, pronto van a cumplirse 15 años de ese hito y los salarios son los mismos que entonces (no hay que recordar la diferencia brutal del costo de la vida desde entonces hasta ahora, verdad?). Salarios semi congelados para miles de educadoras y educadores que trabajan en el tercer sector realizando un servicio público esencial -de responsabilidad de la administración- que se han ido convirtiendo progresivamente en profesionales prestadores de servicios a bajo coste. Sí. Nosotros estamos contratados por organizaciones del tercer sector que progresivamente han ido perdiendo su antigua capacidad crítica, innovadora y creativa para irse convirtiendo -en muchos casos, no todos- en organizaciones prestadoras de servicios a bajo coste; servicios, que en todo caso se les debería exigir la misma calidad que a los propios de la administración y deberían disponer de exactos recursos.

 

He tenido la suerte de trabajar a lo largo de los años en organizaciones pequeñas con ideal innovador intacto y volcadas en su misión y en otras medianas que ya no recordaban su misión originaria y sólo luchaban por perpetuarse o engrandecer sus servicios. Y claro, la diferencia es abismal. Pero tanto unas como otras están sujetas a un convenio que las grandes organizaciones no quieren tocar y tampoco la administración. La administración asegura prestar unos servicios sociales básicos de obligado cumplimiento y de una responsabilidad descomunal a precio de saldo. Las organizaciones (hablamos de algunas de las grandes) mantienen sus servicios y infraestructura con lastimosas quejas de no poder sostenerse y con diversas llamadas solidarias en pos de la justícia social, etc. Pero la verdad es que cuando deben sentarse todas ellas y llegar a un acuerdo para pedir a la administración una mejora sustancial (que debería ser radical) de condiciones laborales para los trabajadores son incapaces de respetar sus mínimos acuerdos y pesan muchísimo más los acuerdos particulares, estrategias y demás que cada una de ellas haya pactado con la administración anteriormente.

Recuerdo una reunión hace ya unos 10 años en que yo iba como representante de mi organización (una mediana-grande) a una federación de organizaciones. Se trataba de una reunión dónde debía votarse ejercer una presión X a la administración después de estar un par de años intentando reclamar unas tristes mejoras. Las semanas anteriores, todas las organizaciones en pleno andaban decididas a firmar el manifiesto pero a la hora de la verdad, de la veintena larga de entidades que estábamos en la reunión sólo la mitad (las pequeñas) quisieron firmarlo ante mi incredulidad.

 

Y ahí estamos nosotros, educadoras y educadores que nos dejamos la piel a diario en los diversos servicios que gestionamos, atentos a las personas que acompañamos, nunca del todo conformes con nuestra intervención, sosteniendo el sistema público de atención a la infancia y adolescencia sin rechistar. Un sistema que según la ley de "Drets i oportunitats de la infancia i adolescència" debería ser prácticamente universal y llegar a muchos más espacios (especialmente en el campo de la prevención dónde olvidaron entre otras cosas el derecho a actividades de tiempo libre garantizadas integradas en el sistema de atención a la infancia o la dotación de recursos para proyectos como los centros abiertos u otros parecidos para poder trabajar desde el ámbito familiar de manera temprana y no hablemos ya de la salud mental). Y ahí estamos nosotros, trabajando la mayoría en el tercer sector, otrora innovador, ágil, reivindicativo, repleto de personal motivado y valiente que tiraba autónomamente en muchos casos de trabajar sobre necesidades sociales emergentes antes que ninguna administración pudiera desempolvar su maquinaria para siquiera ver lo que ocurría. Claro que son otros tiempos.

 

  1. Son otros tiempos puesto que la mayoría de esos antiguos proyectos del tercer sector andaban liderados por profesionales movidos por la vocación y una determinación brutal que hacía remover cielo y tierra para encontrar recursos y financiación. Muchos de aquellos antiguos proyectos innovadores de hace 20 o 25 años forman parte hoy día de la cartera de recursos de la administración que ahora ha pasado a controlarlos en base a una financiación estructurada y igualitaria (en base a ratios, etc) que genera una "red de recursos" distribuidos por el territorio para hacer cumplir la ley y poder decir que se atiende a todo aquél que lo necesita.

El tercer sector (hablo especialmente de las grandes organizaciones) se conforma a menudo con prestar servicios a la administración y en contados casos desempolva su antigua creatividad y dinamismo para generar algo innovador para atender nuevas necesidades emergentes. Lo que está claro es que nunca fue la administración (excepto la revolución de las comunidades educativas de finales de los 70 y 80) y profesionales de los ayuntamientos i Generalitat de entre los 80 y 90) la que lideró nuevos proyectos, atendió necesidades emergentes ni contó con los liderazgos necesarios entre los profesionales para generar ideas innovadoras, nuevas miradas, etc. Y es que la administración no toma riesgos. No es culpa de los compañeros profesionales que trabajan en ella ya que el entramado mismo de la administración no facilita la libertad ni la innovación. Ello lleva a excelentes profesionales a verse encuadrados en un sistema que no les permite generar cambios rápidos ni aventurarse en actuar con presteza sobre nuevas necesidades. La maquinaria administrativa y burocrática atrapa las ideas y las congela. Mientras, aquellos profesionales que trabajamos en el tercer sector, en teoría más libres, lanzados y dinámicos para poder crear nuevos proyectos nos encontramos también en una progresiva "funcionarización" (perdonad el término, pero ya nos entendemos, ¿no?) que nos lleva a compararnos con nuestros compañeros de la pública y lamentarnos de nuestras condiciones para con los mismos trabajos, usuarios y problemas.

 

  1. Podemos decir, en resumen, que nuestro trabajo no está bien pagado. De hecho, jamás lo estuvo pero antiguamente nos sostenía en gran parte el simple amor a la profesión, la ilusión y en muchos casos la militancia. Eso ya no está de moda. Cuando a mis 23 años trabajaba en un Crae público de salud mental (durísimo) como educador suplente pero desarrollando mis funciones prácticamente dos años seguidos me maravillaba mi nómina puesto que con los pluses de todo tipo tenía un sueldazo espectacular para mí. Recuerdo que yo quería aprender más y ante la imposibilidad de poder disponer de tutorías terminé rechazando ese trabajo para irme a una entidad del barrio del Raval en Barcelona a trabajar de educador en un proyecto de centro abierto cobrando menos de la mitad. No, no es que fuera idiota. Simplemente me apasionaba mi trabajo y quería crecer, aprender, llegar a otros lados. Visto en la distancia tal vez sí que fui un poco idiota pero estoy seguro que hoy día no dispondría de mi mirada sobre la profesión ni hubiera aprendido ni una centésima parte de todo lo que aprendí en aquella entidad y en todos los proyectos posteriores en que he participado.

No. No me quiero poner ninguna medallita. Ni mucho menos. Igual que yo hicieron muchos compañeros y compañeras porque teníamos afán de aprender, cambiar muchas realidades y crecer. Y así lo hicimos. Y seguimos haciéndolo. Pero también es justo decir que muchos de nosotros hemos ido cayendo por el camino puesto que la vocación puede sostener mucho, pero al final las condiciones laborales terminan pesando y más. De aquellos antiguos educadores y educadoras varios se despidieron del tercer sector para ingresar en la administración y intentar sostener su gran vocación en un entorno más cuadriculado y controlado. Otros abandonaron definitivamente el ejercicio. Los más se vieron abocados a desempeñar puestos directivos en sus organizaciones encontrándose hoy en la encrucijada de trabajar para sostener su entidad a la vez que para atender a las  personas en sus servicios. Otros tantos siguen en sus proyectos u otros similares en puestos de dirección, coordinación o en la base y de ellos un alto porcentaje ya saben lo que es sentirse quemado de la profesión y no pueden ejercer el liderazgo que sus proyectos y compañeros necesitarían.

 

No querría mostrarme derrotista porque también es cierto que existen muchos compañeros y compañeras con larga trayectoria que siguen motivados, fuertes y lanzados como siempre y que son capaces de insuflar la ilusión por la profesión a todos aquellos profesionales más jóvenes en sus primeros años.

Y hablando de los jóvenes, aquí tenemos un problema difícil de abordar puesto que creo que sobrepasa a la profesión. Si expongo que la vocación "ya no está de moda" (que me perdonen los grandísimos profesionales jóvenes que sí la tienen y conozco unos cuantos) es porque las nuevas generaciones no abordan el cambio social igual que lo hicimos los jóvenes de los 80 y 90. No se trata de argumentos viejunos sino de lo que veo a diario desde hace años:  muchos profesionales jóvenes que se sienten sobrepasados, que buscan lógica seguridad laboral en un entorno que no se la facilita, que se quejan de las condiciones laborales cuando ya tienen un poco más de estabilidad, a los que  no les han contado el tremendo poder y incidencia de su profesión, que no sostienen todo ese peso con la simple vocación como hacíamos antiguamente (y ingenuamente también) y que no desprenden una ilusión militante (no porque no sean menos capaces sino porque el contexto social, su formación y nuestro tiempo consideran la militancia como algo cercano a lo ridículo). Y con todo ello, muy pocos les exponen a todos ellos y ellas las posibilidades infinitas de nuestra profesión, el tremendo trabajo de acompañar personas y promover cambios, empoderamientos, nuevas aventuras, diminutos movimientos en un pequeño entorno hoy que mañana pueden ser enormes, la incidencia social y también política que hacemos desde nuestro día a día, el orgullo por ser profesionales que aspiran a generar transformación social (aunque nos cueste tanto verlo desde nuestro pequeño proyecto).

Yo no lo aprendí por magia sino leyendo, escuchando y trabajando con profesionales que se convirtieron en referentes míos por su pasión. Y es esto, la pasión, lo que creo que estamos perdiendo y desde las brasas de los educadores y educadoras más experimentados -pese a condiciones laborales de mierda- deberíamos avivar el fuego para que los más jóvenes no se quemen, trabajen con ilusión, se crezcan, tengan orgullo absoluto por su trabajo y desde ahí denuncien sus condiciones laborales con firmeza.

 

  1. Como colectivo profesional a menudo nos toca sostener lo insostenible.  De hecho, creo que ese debería ser un lema descriptivo de nuestra profesión en muchos momentos.  Como profesionales ponemos en juego muchísimo más de lo que la gente que desconoce la profesión imagina. Vosotros y vosotras, compañeros sabéis bien de qué os hablo.

Existen profesionales como policías, bomberos, profesionales de salvamento, soldados y otros muchos que ponen en riesgo su vida muy a menudo. Lo sabemos todos. Forma parte de su encargo social. Lo asumen y se les recompensa y reconoce en función también de ese riesgo. Otros profesionales del mundo sanitario salvan vidas y se mueven en entornos estresantes y bajo una presión fortísima. Y así muchos más. En nuestro caso (especialmente en el medio residencial) trabajamos con personas vulnerables, que han sufrido graves pérdidas y a menudo también con trastornos importantes. Y con ellas nos ponemos en juego y lo hacemos con nuestra presencia. Y ahí está el tema en cuestión, la "presencia". Y es que estar presentes acompañando personas vulnerables es mucho más que "estar". Significa hacer de referentes, acompañar, poner límites, dar apoyo y cariño, observar, preguntar, jugar, reír, sufrir, enfadarse, sostener, recordar, esperar, tranquilizar, motivar, detener, espabilar… vivir. Y es que nuestro trabajo se contextualiza en el entorno de la vida cotidiana y la herramienta básica de trabajo es nuestra persona y de ella tiramos para poder hacer las cosas bien. Seguro que os suena, ¿verdad? Pero es que es muy arriesgado y necesitamos ser muy valientes para ser "nosotros mismos" en todas las vicisitudes con las que vamos lidiando cada día y se necesita una energía exultante para sostener a diario situaciones emocionales brutales, emotivas, violentas, tristes, exasperantes a la vez que se van dando otras divertidas, estresantes o inesperadas. Todo ello a la vez y multiplicado por cada persona a la que atendemos.

 

A menudo cuando termino mi jornada y me entra el "bajón energético" al llegar a casa pienso por unos instantes la cantidad de momentos de máxima intensidad emocional que mi corazón ha sostenido en un solo día y me maravillo de mi fortaleza y me pregunto cuánto tiempo mi capacidad emocional va a ser lo suficientemente resistente cómo para seguir dedicándome a lo que me dedico. El desgaste es brutal y cada uno de nosotros necesita un espacio personal con sentido terapéutico para poder mantener el ritmo y no caer al precipicio. Aunque cómo sabéis, muchos educadores y educadoras caen de lleno en él ya sea por puro agotamiento o fruto de una situación especialmente tensa que ha desbordado definitivamente al profesional. Y es que en nuestro rol de "cuidadores" tampoco tenemos a quien nos cuide. En ese sentido no tenemos ni el reconocimiento en condiciones laborales o económicas ni ventajas -que a mi parecer deberían ser totalmente lógicas- como disponer de más días de vacaciones o descanso o la posibilidad de jubilación antes que la mayoría (¿o es que creéis que no veremos a educadores o educadoras mayores sufriendo ataques cardíacos en intervenciones con los chicos?).

 

Con todos estos argumentos vengo a decir que nadie (salvo nosotros mismos) cuida a los profesionales que atienden y acompañan a la parte de población que mayor presencia absoluta, energía, estabilidad y cariño necesita. Y nosotros damos todo ello a diario, despreocupados por nuestra propia salud mental hasta que esta se nos muestra de repente con señales difusas. Despreocupados por nuestra seguridad hasta que nos encontramos con situaciones de violencia y agresiones. Y seguimos ahí.

Si un maestro sufre una amenaza seria o una agresión se despliegan una suerte de mecanismos para cuidar a este profesional. Cuando ello ocurre con un educador o educadora social en un contexto residencial no pasa absolutamente nada (y no hablo de las consecuencias educativas) sino simplemente de cómo acompañamos o cuidamos a ese profesional que ayer fue agredido por un chico y que hoy volverá a verlo. Y no entro ahora en técnicas restaurativas y otras que sí, que se aplican y funcionan. Tampoco entro en los modelos de  intervención ni mucho menos en culpar a los adolescentes. Pero sí que entro en acusar a la administración (y a nosotros mismos) por no reconocer el esfuerzo brutal que realizan todas estas personas que se juegan el tipo a diario (físico y mental) y tienen unas condiciones laborales que para nada reflejan la exigencia de su trabajo.

 

Cuando terminó el período crítico de la maldita pandemia todo fueron aplausos para los profesionales que se dejaron la piel (y algunos la vida) en entornos de salud y especialmente también en proyectos residenciales de personas mayores o personas con discapacidad. Muchos de ellos tuvieron -aparte de aplausos- también otras recompensas. Entre ellos había muchos educadores y educadoras sociales. Me alegré por una parte pero por otra no entendí que nadie se acordara de los profesionales de los proyectos residenciales de protección a la infancia. Sólo nosotros sabemos lo que vivimos y sin entrar ahora a relatarlo sí que me duele que nadie se acordara de nuestro colectivo. Creo que debe existir la creencia que en nuestra profesión estamos acostumbrados a soportarlo todo. Y así nos va en cuestión de reconocimiento. En fin.

 

  1. Además de dedicarnos a "sostener lo insostenible" debemos reconocer que el contexto de nuestra intervención se va complicando progresivamente fruto de una complejidad social fluctuante y con cambios aceleradísimos como nunca en la historia que no nos permiten "asentar bases" y nos destinan a lidiar -como todos los demás profesionales- con la incertidumbre, la novedad y el desconocimiento.  Los actuales cambios sociales, la influencia brutal de los medios, el poder de la tecnología y otros ejercen una presión en nuestras sociedades y individuos que no sabemos cómo abordar.

Como la gran mayoría de profesiones, andamos aún profetizando sobre como va a incidir sobre nosotros el avance de las inteligencias artificiales, la robótica o la mecanización a todos los niveles. Sin embargo, sí que tenemos bastante claro que nuestro rol de “expertos en acompañamiento educativo” difícilmente lo podrá desarrollar una IA y ello debería motivarnos para valorar mucho más nuestro trabajo y dignificar nuestras condiciones. Debería servir también para identificar nuevos lugares para nuestra intervención, espacios que sinceramente creo que necesitan con urgencia de nuestra presencia y saberes:

-       Las escuelas y los institutos dónde creo que deberíamos estar integrados ya mismo en equipos de trabajo consolidados.

-       La salud mental infantil, juvenil y adulta dónde nuestra presencia debería ser mucho mayor (a la espera que la de los profesionales de la salud también lo sea).

 

Que el dia 2 de octubre lo veamos más como una reivindicación que como celebración de nuestra profesión tampoco debe desanimarnos.

Os recuerdo que tenemos una de las profesiones más bellas que existen.