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domingo, 5 de diciembre de 2021

LA FOTO

 



Me llegó por instagram o facebook hará un par de días y me quedé mirando el rostro de esfuerzo del pequeño en medio de la carrera. Rápidamente observé que el niño pedaleaba descalzo en una bicicleta de mierda y sin casco mientras que sus compañeros de carrera iban con la equipación completa de ciclismo de montaña sentados en sus pequeñas mountain bikes dispuestos a dejarse la vida sobre el sillín. Me entusiasmó la imagen y me hizo pensar en muchas cosas. Principalmente la gente cuelga imágenes así en sus posts atendiendo a ideas paternalistas o en referencia a los beneficios de la nueva era de psicología positiva mal entendida (o entendida tal y como interesa a los sicarios del sistema) aludiendo exclusivamente al esfuerzo individual, a la creencia en sí mismo, el poder de superación, las creencias limitantes y demás. Está muy bien pero decidme: ¿lo que limita al muchacho de la foto son sus creencias limitantes o tal vez su falta de equipación que le hace competir en desventaja con los otros chicos? Cada uno que encuentre su respuesta. Yo tengo clara la mía y centrándome en ella la foto me ha hecho recordar a lo que yo me dedico. Porque yo soy educador social y demasiado a menudo me olvido del verdadero sentido de mi profesión, aquél que en lo más hondo me mueve. Mi amiga Celia, trabajadora social, antropóloga experta en procesos comunitarios y participativos y educadora (aunque le pese) siempre me pica con aquello de que "los educadores no creéis en los procesos participativos, no movéis un dedo en trabajo comunitario real, no empoderáis a la gente de verdad para que tome el mando de sus vidas y tenga un espacio en su comunidad que les incite a modificar sus condiciones de vida, que les impulse a denunciar, organizarse y emerger hacia nuevos espacios o bien crearlos por sí mismos… os regocijáis en el trabajo individual, las competencias, habilidades, dinámicas, programación y evaluación tecnificando vuestro trabajo mientras os quejáis de las condiciones laborales o económicas para con vuestros proyectos sin observar el poder del trabajo en red, no el de coordinación, sino el del apoyo comunitario, el de tejer relaciones constructivas que generen nuevas propuestas y espacios…." Todo eso y mucho más me dice Celia mientras yo esquivo el temporal atendiendo a las dificultades cotidianas de mi Crae, a los escasos recursos de salud mental infantil, al excelente trabajo tutorial, al éxito de muchos jóvenes que logran tener vidas felices, al empoderamiento individual, al trabajo por objetivos ,a cumplir con los indicadores de éxito y tantas otras excusas (está bien reconocerlo un poco) con las que defiendo a mis colegas educadores. Pero sí. Celia tiene algo de razón. Por si lees estas líneas, amiga, tampoco te flipes demasiado…. He escrito "algo de razón" y digo eso porque es cierto que nuestra profesión forma parte absoluta del sistema y nuestros puestos de trabajo andan diseñados para que el empoderamiento, crecimiento personal, convivencia, éxito o como quiera llamársele (lo siento, no lo llamaré "integración") sea íntegramente individual y pase por adaptar al individuo a la red de relaciones y a la sociedad en la que le ha tocado vivir. Mi puesto como director de un Crae está diseñado en el sistema de protección y sirve para que el máximo de niños y niñas con los que trabajo puedan tener un presente y un futuro feliz, estable y se establezca en los márgenes de eso que llaman "normalidad". Mi puesto no está diseñado para que trabajemos con niños, niñas y sus familias en la reflexión conjunta de las causas por las que están tutelados; y no me refiero a las causas coyunturales de cada familia (donde sí incidimos) sino en las estructurales del sistema, en aquellos detonantes que han provocado llegar a situaciones de negligencia, maltrato o abuso y que conllevan la "penalización" de la tutela. Y cuando hablo de mi puesto de trabajo creo que hablo de la mayoría de lugares en los que trabajamos. No, no incidimos en la vertiente comunitaria más que de boquilla (muy a menudo en los famosos proyectos participativos con niños o jóvenes "florero") o en pequeños esfuerzos realizados a tirones que sentimos como un extra en nuestro trabajo cotidiano.

 

Cuando pienso en todo ello me doy cuenta que la base que me impulsó siempre para ejercer en mi profesión pasaba por aquello hoy día tan esotérico, hippye o ingenuo de la "transformación y justicia social" o la mejora de las condiciones de vida globales. Y me lo repito a menudo con una sonrisa interna y algo de frustración ya que a menudo no lo tengo presente en mi día a día, tan obcecado en atender con toda la energía a las cuestiones individuales o a las necesidades de un pequeño colectivo de centro. Sin embargo, pequeños impulsos en mi quehacer cotidiano sí me colocan en ese centro y pensamiento y entonces me siento algo más satisfecho. Y es que quiero pensar que nuestra profesión no debe olvidar esa "ingenuidad juvenil" freiriana ni la crítica brutal de Cohen o Foucault. Quiero pensarlo, aunque de verdad me muestro escéptico al relacionarme con jóvenes educadores y educadoras que siento que jamás se plantearon ese trasfondo de nuestra profesión. Y eso es particularmente grave ya que nuestros orígenes profesionales están ahí, en antiguos educadores y educadoras que creyeron en el poder de la educación para provocar cambios individuales y colectivos. Por lo contrario, tiendo a observar a una mayoría (¡ojalá me equivoque, no me lapidéis!) que antepone sus intereses laborales, de horario, personales y otros a los de las personas con las que trabaja. Observo "quejísmo" generalizado hacia las condiciones de trabajo, la dificultad de las personas que atendemos, la escasez de medios, los horarios, las demandas o los recursos a la vez que se impone un falso corporativismo por el que se habla de apoyo al equipo entendido este como una suma de individuos (con sus intereses particulares) y no como una fuerza motriz centrada en un objetivo común. Sin embargo, tengo la suerte que mi equipo no tiene este virus enraizado pero se trata de una fuerte tendencia que he observado en múltiples lugares. Recuerdo hace unos años a una joven educadora con un par de años de experiencia que me confesaba que quería dar el salto a puestos directivos o bien trabajar coordinando por las mañanas, que ya andaba cansada de la movida de las tardes; otro joven que me sugería la idea de contratar a "monitores" para realizar actividades el fin de semana en el centro; una chica que sugería cerrar el centro abierto juvenil antes de las ocho de la tarde para poder conciliar con su vida familiar o un chico inexperto en una entrevista comentando que sólo estaba dispuesto a trabajar por las mañanas. Se trata de algunos ejemplos que es justo complementar con otros de grandísimo compromiso de muchos educadores y educadoras para con su proyecto y las personas con las que trabajan.

Prefiero pensar que nadie me va a leer en clave de inmovilismo en cuanto a las reclamaciones de nuestros derechos y situación laboral, que en muchísimos casos son absolutamente paupérrimas y injustas.

 

Sin embargo y volviendo a la foto sugiero que reflexionemos y nos preguntemos sobre el primer impulso educativo que nos nace al observar al pequeño descalzo esforzándose en la bicicleta de mierda: ¿tenderemos exclusivamente a ayudarlo a entrenar, hacer que crea en ampliar sus límites, en animarlo, aplaudirle y hacer que descubra el placer del éxito tras el esfuerzo, que aprenda a retarse y superarse o tenderemos  -además de todo lo anterior- también a sugerir a él mismo, a su familia, a sus contrincantes,  a los organizadores del campeonato, amigos y vecinos sobre la desigualdad de condiciones intentando crear dinámicas de entendimiento, denuncia, crecimiento, empatía y colaboración que lleven a medio plazo a que otros chicos del barrio puedan competir con una mínima equipación sin desventaja previa?