Desde los albores de
la humanidad la literatura nos regala hermosas historias de aventuras y viajes.
Exploradores que descubren nuevos lugares, culturas y paisajes. Soñadores que
disfrutan del viaje más que de la meta. Caminantes que se descubren a sí mismos
y a sus compañeros superando las vicisitudes del trayecto. Viajes con o sin
rumbo concreto pero siempre de autodescubrimiento, de intensidad interior, de
transformación.
Estos últimos cuatro
dias junto a seis adolescentes del Crae que dirijo nos unimos a las jornadas
finales de la Transpirenaica Social y Solidaria compartiendo camino desde
Vilamaniscle hasta los metros finales del Gr11 en Cap de Creus. La emoción de
los valientes que llegaron allí tras andar durante cuarenta y dos jornadas
desde las aguas cantábricas de Hondarribia sólo era comparable al tremendo
esfuerzo individual y conjunto para lograrlo.
Estos cuatro días de
camino han sido tremendamente especiales para todos aunque yo me dediqué
lógicamente a observar con mucha atención la actitud de mis chicos:
adolescentes poco puestos en estas lides, protestones ante la mínima dificultad
y con espíritu individualista en mayor o menor grado.
Sin duda este tipo
de aventuras modifican la percepción de uno mismo y la del grupo y
efectivamente así ocurrió con todos los chicos.
Es obvio que la
convivencia a través del inmenso calor de julio, la escasez de agua, el polvo
del camino, el dolor de las ampollas, las noches sin cama y la fatiga
generalizada cristaliza en la creación de vínculos acelerados con las personas.
Los diálogos
informales, las bromas, el compartir bebida y comida, las reflexiones
espontáneas, la abertura al desconocido, los problemas a resolver, los errores
y discusiones, la empatía para el o la que no puede con el peso de la mochila a
media subida. Todo ello conforma una suerte de contexto favorable al
crecimiento personal y al conocimiento del otro. A decir verdad la percepción
del tiempo se distorsiona de tal manera que cuatro días de camino conjunto
parecieran como mínimo una semana.
Observé, como decía,
a mis chicos y pude ver en cada uno de ellos nuevas facetas que desconocía; uno
de ellos consiguió a golpe de riñón en las subidas hacia Cap de Creus creer en
él mismo más de lo que lo había hecho nunca, otro se sintió tan integrado que
dedicó ayuda y cuidado para los más débiles abandonando transitoriamente su
comportamiento de macarrilla de barrio, una chica me aseguró en los momentos
más duros que estaba disfrutando retándose a si misma, otro chico mostró su
sensibilidad en público-algo tan complicado para un joven residente en un centro de menores- una noche de reunión, otra adolescente descubrió lo interesante que podía ser
relacionarse positivamente con personas muy diferentes. Todos ellos disfrutaron
y sufrieron del camino igual que yo, juntos, compartiendo espacio y tiempo
intensamente.
Como profesional de
la educación social valoro inmensamente proyectos y actividades de este calibre
puesto que entroncan justo en aquello tan en boga últimamente: el crecimiento
personal. A eso nos dedicamos los trabajadores de este ámbito con mayor o menor
fortuna. Formados, eso sí, en doctrinas educativas algo trasnochadas y
enjaulados en un sistema laboral y de recursos enlatados que no nos dan mucho
margen a la improvisación y la innovación. Pero cuando nos salimos del
cotidiano y nos movemos en otros parámetros descubrimos, perplejos, las
inmensas posibilidades de nuestra profesión. Y es que para poder acompañar a
jóvenes y adolescentes con infancias truncadas hace falta mucha vida.
Una de las noches,
en un privilegiado jardín del albergue de Llançà a la luz de los fanales se
contaron historias, se cantó y rió. Ignasi de Juan, alma y líder del proyecto,
como de costumbre improvisó una ronda de parlamentos para finalizar el día y
fue justamente ahí donde llegó mi
momento. Y no, no fueron mis reflexiones del día sino las de Henry, un joven
gambiano, las que me tocaron y resonaron como un tambor en el alma. El fornido
africano dijo que durante todo el camino se había sentido vivo! En ese instante
me sentí conmovido y me permití sentirme feliz por él y por mí: vivo,
satisfecho como educador y feliz en toda mi persona. Es la magia del
camino.