Me
llegó por instagram o facebook hará un par de días y me quedé mirando el rostro
de esfuerzo del pequeño en medio de la carrera. Rápidamente observé que el niño
pedaleaba descalzo en una bicicleta de mierda y sin casco mientras que sus
compañeros de carrera iban con la equipación completa de ciclismo de montaña
sentados en sus pequeñas mountain bikes dispuestos a dejarse la vida sobre el
sillín. Me entusiasmó la imagen y me hizo pensar en muchas cosas.
Principalmente la gente cuelga imágenes así en sus posts atendiendo a ideas
paternalistas o en referencia a los beneficios de la nueva era de psicología
positiva mal entendida (o entendida tal y como interesa a los sicarios del
sistema) aludiendo exclusivamente al esfuerzo individual, a la creencia en sí
mismo, el poder de superación, las creencias limitantes y demás. Está muy bien
pero decidme: ¿lo que limita al muchacho de la foto son sus creencias
limitantes o tal vez su falta de equipación que le hace competir en desventaja
con los otros chicos? Cada uno que encuentre su respuesta. Yo tengo clara la
mía y centrándome en ella la foto me ha hecho recordar a lo que yo me dedico.
Porque yo soy educador social y demasiado a menudo me olvido del verdadero
sentido de mi profesión, aquél que en lo más hondo me mueve. Mi amiga Celia,
trabajadora social, antropóloga experta en procesos comunitarios y
participativos y educadora (aunque le pese) siempre me pica con aquello de que
"los educadores no creéis en los procesos participativos, no movéis un
dedo en trabajo comunitario real, no empoderáis a la gente de verdad para que
tome el mando de sus vidas y tenga un espacio en su comunidad que les incite a
modificar sus condiciones de vida, que les impulse a denunciar, organizarse y
emerger hacia nuevos espacios o bien crearlos por sí mismos… os regocijáis en
el trabajo individual, las competencias, habilidades, dinámicas, programación y
evaluación tecnificando vuestro trabajo mientras os quejáis de las condiciones
laborales o económicas para con vuestros proyectos sin observar el poder del
trabajo en red, no el de coordinación, sino el del apoyo comunitario, el de
tejer relaciones constructivas que generen nuevas propuestas y espacios…."
Todo eso y mucho más me dice Celia mientras yo esquivo el temporal atendiendo a
las dificultades cotidianas de mi Crae, a los escasos recursos de salud mental
infantil, al excelente trabajo tutorial, al éxito de muchos jóvenes que logran
tener vidas felices, al empoderamiento individual, al trabajo por objetivos ,a
cumplir con los indicadores de éxito y tantas otras excusas (está bien
reconocerlo un poco) con las que defiendo a mis colegas educadores. Pero sí.
Celia tiene algo de razón. Por si lees estas líneas, amiga, tampoco te flipes
demasiado…. He escrito "algo de razón" y digo eso porque es cierto
que nuestra profesión forma parte absoluta del sistema y nuestros puestos de
trabajo andan diseñados para que el empoderamiento, crecimiento personal,
convivencia, éxito o como quiera llamársele (lo siento, no lo llamaré
"integración") sea íntegramente individual y pase por adaptar al
individuo a la red de relaciones y a la sociedad en la que le ha tocado vivir.
Mi puesto como director de un Crae está diseñado en el sistema de protección y
sirve para que el máximo de niños y niñas con los que trabajo puedan tener un
presente y un futuro feliz, estable y se establezca en los márgenes de eso que
llaman "normalidad". Mi puesto no está diseñado para que trabajemos
con niños, niñas y sus familias en la reflexión conjunta de las causas por las
que están tutelados; y no me refiero a las causas coyunturales de cada familia
(donde sí incidimos) sino en las estructurales del sistema, en aquellos
detonantes que han provocado llegar a situaciones de negligencia, maltrato o
abuso y que conllevan la "penalización" de la tutela. Y cuando hablo
de mi puesto de trabajo creo que hablo de la mayoría de lugares en los que
trabajamos. No, no incidimos en la vertiente comunitaria más que de boquilla
(muy a menudo en los famosos proyectos participativos con niños o jóvenes
"florero") o en pequeños esfuerzos realizados a tirones que sentimos
como un extra en nuestro trabajo cotidiano.
Cuando
pienso en todo ello me doy cuenta que la base que me impulsó siempre para
ejercer en mi profesión pasaba por aquello hoy día tan esotérico, hippye o
ingenuo de la "transformación y justicia social" o la mejora de las
condiciones de vida globales. Y me lo repito a menudo con una sonrisa interna y
algo de frustración ya que a menudo no lo tengo presente en mi día a día, tan
obcecado en atender con toda la energía a las cuestiones individuales o a las
necesidades de un pequeño colectivo de centro. Sin embargo, pequeños impulsos
en mi quehacer cotidiano sí me colocan en ese centro y pensamiento y entonces
me siento algo más satisfecho. Y es que quiero pensar que nuestra profesión no
debe olvidar esa "ingenuidad juvenil" freiriana ni la crítica brutal
de Cohen o Foucault. Quiero pensarlo, aunque de verdad me muestro escéptico al
relacionarme con jóvenes educadores y educadoras que siento que jamás se
plantearon ese trasfondo de nuestra profesión. Y eso es particularmente grave
ya que nuestros orígenes profesionales están ahí, en antiguos educadores y
educadoras que creyeron en el poder de la educación para provocar cambios
individuales y colectivos. Por lo contrario, tiendo a observar a una mayoría (¡ojalá
me equivoque, no me lapidéis!) que antepone sus intereses laborales, de
horario, personales y otros a los de las personas con las que trabaja. Observo
"quejísmo" generalizado hacia las condiciones de trabajo, la
dificultad de las personas que atendemos, la escasez de medios, los horarios,
las demandas o los recursos a la vez que se impone un falso corporativismo por
el que se habla de apoyo al equipo entendido este como una suma de individuos
(con sus intereses particulares) y no como una fuerza motriz centrada en un
objetivo común. Sin embargo, tengo la suerte que mi equipo no tiene este virus
enraizado pero se trata de una fuerte tendencia que he observado en múltiples
lugares. Recuerdo hace unos años a una joven educadora con un par de años de
experiencia que me confesaba que quería dar el salto a puestos directivos o
bien trabajar coordinando por las mañanas, que ya andaba cansada de la movida
de las tardes; otro joven que me sugería la idea de contratar a
"monitores" para realizar actividades el fin de semana en el centro;
una chica que sugería cerrar el centro abierto juvenil antes de las ocho de la
tarde para poder conciliar con su vida familiar o un chico inexperto en una entrevista
comentando que sólo estaba dispuesto a trabajar por las mañanas. Se trata de
algunos ejemplos que es justo complementar con otros de grandísimo compromiso
de muchos educadores y educadoras para con su proyecto y las personas con las
que trabajan.
Prefiero
pensar que nadie me va a leer en clave de inmovilismo en cuanto a las
reclamaciones de nuestros derechos y situación laboral, que en muchísimos casos
son absolutamente paupérrimas y injustas.
Sin
embargo y volviendo a la foto sugiero que reflexionemos y nos preguntemos sobre
el primer impulso educativo que nos nace al observar al pequeño descalzo
esforzándose en la bicicleta de mierda: ¿tenderemos exclusivamente a ayudarlo a
entrenar, hacer que crea en ampliar sus límites, en animarlo, aplaudirle y
hacer que descubra el placer del éxito tras el esfuerzo, que aprenda a retarse
y superarse o tenderemos -además de todo
lo anterior- también a sugerir a él mismo, a su familia, a sus
contrincantes, a los organizadores del
campeonato, amigos y vecinos sobre la desigualdad de condiciones intentando
crear dinámicas de entendimiento, denuncia, crecimiento, empatía y colaboración
que lleven a medio plazo a que otros chicos del barrio puedan competir con una
mínima equipación sin desventaja previa?
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