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martes, 10 de noviembre de 2015

Aprender a fluir




Durante un entrañable fin de semana en casa de mis amigos Ferran y Carol asistimos con mi hijo Oriol de tres años a una feria navideña infantil que se había instalado en el pueblo. En ella encontramos varios hinchables gigantes, talleres de manualidades, maquillage y también una  pista infantil para bicicletas y patinetes organizada a modo de circuito. Mi hijo Oriol, como buen loco por todo aquello que tenga ruedas se agarró una bicicleta y más tarde un patinete y ya no los soltó en toda la tarde. A mí no me quedó más remedio que quedarme en pie esperando observando el ir y venir incesannte del niño mostrándole ánimos tras alguna de sus aparatosas caídas. El niño daba vueltas y más vueltas por el circuito, aprendiéndose de memoria las diversas curvas, controlando mejor a cada paso por meta los derrapes con la rueda de atrás en el suelo encerado, aumentando paulatinamente su velocidad con el paso de los minutos, esquivando cada vez con mayor habilidad a los demás niños, proponiéndose atrapar a los chavales mayores que le llevaban ventaja y disfrutando al observar que efectivamente les reducía la distancia a cada vuelta. Concentrado. Feliz. Para él no había nada más en ese instante que el puro disfrute del momento, el goce increíble de marcarse pequeños retos y de mejorar sus movimientos, cada vez con mayor destreza y tino, en cada curva con una nueva expectativa de pedalear más rápido y de derrapar mejor, disfrutando.
Perdí la noción del tiempo mirando a mi hijo y captando ese estado de ánimo concentrado y feliz. Sus ojos resplandecían de felicidad cuando adelantaba a otro niño y su expresión denotaba seguridad, temple y absoluta concentración. Fue entonces cuando recordé la antigua lectura de un libro muy importante en mi vida: "Fluir (Flow). Una psicologia de la felicidad" de  Mihaly Csikszentmihalyi . Y pensé en ese autor puesto que su tesis principal sobre la búsqueda de la felicidad tenía que ver precisamente con ese estado de ánimo: fluir.
Fluir; hoy tal vez una palabra bastante en boga aunque desconocida en la época en que el autor escribió su obra. La felicidad como un estado subjetivo, cómo no, aunque ligado a una actividad humana concreta, a algo en lo que disfrutamos ya sea por puro placer cómo por reto personal.
En su libro aparecen ejemplos de personas de todas las culturas y edades. Ellas se mostraban felices a partir de actividades cotidianas que se convirtieron en eje central de sus vidas: la viejita que cortaba leña en un pueblo perdido de los Alpes y que vivía sumida en lo que a nuestros ojos podría parecer la pobreza, el joven nadador que sacrificaba su adolescencia por rebajar cada mes unas centésimas en su marca, el padre de família que ayudaba a hacer los deberes a su hija a diario, el quiosquero que comentaba las notícias cada mañana con sus vecinos... Cada persona dispone de sus objetivos diarios, de sus retos personales, de sus ambiciones cotidianas como quiere y en ellas puede encontrarse y sentirse plena, dichosa, concentrada. Feliz.
Casi todo el mundo denosta el trabajo; pero quién no ha sentido alguna vez en su vida un goce intenso al sentirse realizado con su tarea, plenamente concentrado en algún proyecto o idea, desarrollando una pequeña innovación, cumpliendo mejor su cometido o concentrándose absolutamente en algo?  Y sin hablar del trabajo, quién no se ha sentido feliz absorbiéndose en su hobby, en algún deporte o símplemente mejorando en labores domésticas? Y es que hay dos conceptos que están muy próximos a "fluir": la concentración y el reto personal. Ambos funcionan a la par y cuando fluímos somos capaces de olvidar todas nuestras preocupaciones para centrarnos en una única tarea que nos absorbe y que nos plantea la mejora contínua, el reto de perfeccionar cada movimiento, de ir más rápido, de llegar más lejos, de hacerlo mejor o de sentir con mayor intensidad.
Los niños son especialmente sensibles a estos estados. Sólo debemos observar a pequeños de tres o cuatro años para apreciar como se esfuerzan en mejorar el trazo del dibujo, en perfeccionar su equilibrio en el patinete, su velocidad en ejecutar tareas diversas. Los adultos a menudo no somos conscientes del intenso placer que sienten nuestros hijos con estos esfuerzos. Los pequeños retos inconscientes que ellos se marcan así como el intenso estado de concentración en el que entran los hacen entrar en un plano distinto en el que no existe nada más que la actividad que realizan en ese momento. Recuerden por unos instantes la determinación innata de los bebés aprendiendo a dar sus primeros pasos, inmunes a las caídas y al desánimo, felices por andar unos centímetros más lejos cada vez.
La cultura y la educación recibida han castrado a los adultos impidiendo la continuidad de esas sensaciones infantiles. Nosotros nos movemos en otro plano, más atentos "al qué dirán", incapaces de aislarnos con nosotros mismos centrándonos en una sóla tarea mental, frustrados permanentemente por no sentir durante todo el tiempo esa sensación de felicidad que tanto ansiamos, aquejados a diario por millones de motivos de preocupación y miedo, atascados en egoísmos y envidias con nuestros allegados, temerosos del futuro y invidentes ante el presente.
Esta gran capacidad perdida la mantienen pocos adultos ajenos a la idea que en ello reside la felicidad, ese estado subjetivo que los amos del mundo pretenden vendernos por la vía consumista.

Como padre y educador reivindico el esfuerzo que debemos hacer para observar a los niños re-aprendiendo de ellos por un lado y animándolos por otro para retrasar la inevitable castración que la cultura dominante va a ejercer sobre ellos con el tiempo.
Hoy mismo estuve observando a mi hijo, ya con cuatro años, en el parque infantil: recorrió como veinte veces seguidas el mismo recorrido de obstáculos, saltando por entre la cuerdas, trepando por las maderas y resbalando por el poste de hierro; cada vez lo hacía con mayor desempeño hasta llegar a dominar perfectamente todo el castillo infantil sintiéndose más rápido, ágil y pleno. El golpe en la cabeza al caerse desde el poste no le hizo cesar en su empeño, animado por mí restando importancia al dolor del accidente y poco a poco consiguió subir hasta el límite de la construcción infantil, lugar al que nunca antes había llegado. Una vez encaramado arriba me miró con rostro de satisfacción y me mostró el pulgar hacia arriba describiendo su satisfacción personal y su estado de ánimo pleno. Estos instantes de mi paternidad resultan ser gigantes, extremos y dichosos. Comprobar que tu hijo disfruta con un esfuerzo y consigue su humilde objetivo se convierte en un ejemplo básico de lo que debe ser su proceso educativo: un reto permanente, la búsqueda del placer en el esfuerzo cotidiano, el inconformismo desde una visión subjetiva, la mejora basada en la atención plena en una actividad.
Hoy mismo me he propuesto releer al autor de "Fluir" (qué complicación escribir su apellido) para recordar que la paternidad y la educación deben basarse en el placer de aprender centrados en la adquisición de las habilidades de concentración y en la idea del reto cotidiano. Dicho de otro modo: animamos a nuestros hijos en sus quehaceres cotidianos por muy inservibles que nos parezcan a nosotros?; permitimos que se tomen el tiempo necesario para concentrarse en una sola tarea durante mucho tiempo en una era en la que la multiplicidad de estímulos no nos permite a los adultos sentir el " aquí y ahora" por más que unos minutos? Les confieso ahora que escribiendo estas líneas, a medianoche, en silencio y ante una cerveza negra he estado fluyendo como hacía tiempo que no lo hacía.

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