A menudo los
problemas acuciantes de los adultos nos dejan tan tocados y vulnerables que no
somos capaces de aislar a nuestros hijos de esa nefasta influencia
transformándose todo en una atención deficiente, poco diálogo, reproches,
invisibilidad o maltrato.
Los niños
son unas criaturas extremadamente sensibles capaces de reconocer nuestros
estados emocionales y vislumbrar que algo no anda bien. Ellos se preocupan pero
no saben poner palabras a esos sentimientos ni saben aún hacer las preguntas
apropiadas a sus padres y madres. Simplemente intuyen que el comportamiento de
papá no es del todo congruente ya que este se esfuerza en mostrarse cariñoso y
interesado en su hijo pero hay algo extraño en esa actitud. Los adultos creemos
ingenuamente que somos capaces de engañar a nuestros hijos. Pensamos que
actuando como si nada nos preocupara aislando al niño de la desesperada
situación económica o del descomunal problema en el trabajo o del estrepitoso
fracaso en el último proyecto, simulando estar felices, activos y presentes,
haremos creer a nuestros hijos que todo marcha, que no hay de qué preocuparse.
Actuamos así
por amor, lógicamente. Hacemos esfuerzos titánicos para que nuestros hijos no
se preocupen ni se agobien con nuestros problemas de adultos, aunque no somos
del todo conscientes de que esas pequeñas criaturas captan la realidad de
diferente manera a nosotros. La captan de manera más quinestésica y global, aún
poco influenciados por los convencionalismos y formalismos en que
equivocadamente los adultos nos movemos y terminamos por creernos. Ellos, en
cambio, se mueven en un estado más natural, viviendo cada minuto y captando lo
que acontece a su alrededor, disfrutando los momentos de felicidad al máximo y
sufriendo en la misma medida los instantes de fracaso, miedo o pérdida, atentos
a las emociones que se ponen en juego, sujetos a los deseos, hipersensibles al
lenguaje no verbal y a los indicios. Y todos estos elementos, amigos padres y
educadores, son imposibles de simular.
Simplemente aparecen de un modo u otro.
No es de
extrañar que aquél padre desesperado por encontrar trabajo y con riesgo elevado
de perder la casa no pueda -por mucho que lo intente- disimular su angustia y
sus hijos empiecen a sufrir sus miedos y angustias reconvertidos en conductas
distintas, evitativas, de aislamiento o hasta agresivas. Así como cuando
tenemos momentos felices y noticias positivas -aún sin compartirlas
explícitamente con nuestros niños- ello se traslada a la energía en la relación
con los pequeños, exactamente el mismo mecanismo se reproduce en las
situaciones negativas afectándolos de manera profunda y dejándoles cicatrices
en el alma ya que ellos no son capaces de entender motivos sino sólo los
síntomas. Ante la evidencia infantil que "algo no marcha bien" pueden
aparecer las ideas de culpabilidad, los miedos al abandono en cortas edades o
la simple incomprensión; todas ellas ideas que pueden conllevar conductas
negativas (disruptivas o no) que repercuten en la relación familiar y que
pueden degenerar en conflictos con los papás que sirven para instaurar la
creencia en el niño que, efectivamente, lo que le ocurre a su papá puede ser
culpa suya. Este círculo vicioso tiende
a reforzarse ya que a mayor conflictividad aparece mayor respuesta de la
familia y si los progenitores están viviendo situaciones personales complicadas
tienden a tener menor energía, paciencia y calma para poder atender los
conflictos con los hijos provocando que estos se mantengan o acrecienten.
¿Qué hacer
ante esto? Un padre muy preocupado me lanzaba un día esta pregunta preso de la
desesperación, consciente que estaba atrapado en un complejo círculo. Y
ciertamente la respuesta no es fácil .... Ni tampoco fiable, añadiría.
Algo
importante a tener en cuenta pasa por instaurar la creencia que los niños
captan rápidamente nuestro estado emocional. Disponen de sensores específicos
que a modo de radar nos evalúan a diario y eso hace que sean capaces de saber
que por mucho que nos esforcemos en enmascarar nuestras preocupaciones nunca
seamos capaces de engañarlos por completo. Y entonces, ¿cómo hacemos? ¿Es mejor
transmitirles abiertamente nuestros miedos y agobios para llenarlos de angustia
e inestabilidad? Claramente no. Pero también es cierto que debemos esforzarnos
en ser congruentes, en mostrarnos tal y como estamos, en ser nosotros mismos.
Cada papá y
cada mamá tiene un vínculo único con su hijo y puede desarrollar al máximo
aquellos mecanismos en que se permita mostrar sus debilidades a la vez que
refuerza el cariño y transmite seguridad. Se trata pues de tres columnas
básicas a equilibrar para lograr ser congruentes: muestras de amor sólidas,
compartir nuestros estados de ánimo (por muy negativos que sean) y transmitir
seguridad en nuestro vínculo.
El papá
desesperado con las deudas puede llorar frente a su hijo y decirle que está muy
triste porque no encuentra trabajo a la vez que le muestra amor profundo en
cada conducta y le da un mensaje de tranquilidad puesto que siempre va a estar
ahí junto a él y que por mal que vayan las cosas van a aparecer soluciones.
Se trata de
equilibrio. Necesitamos poder compartir con los pequeños. No es un fracaso para
un padre admitir ante su hijo que se encuentra muy triste o muy nervioso por
tal o cual razón. El niño va a entender que su padre está afectado por algo y
va a adoptar conductas de apoyo; ¡va a querer cuidarnos! No es conveniente,
empero, trasladarle nuestros miedos en grado máximo ya que esto le puede llevar
a agobiarse en exceso. No es conveniente tampoco dejarnos llevar por nuestro
estado depresivo y mostrar por períodos demasiado largos nuestra tristeza o
desesperación. Debemos aplicarnos en auto controlarnos, que es algo distinto a
intentar engañar.
No se
pretende en esta reflexión dar recetas ni guías sino simplemente reflexionar
sobre momentos cotidianos compartidos con los hijos. Espacios de tiempo
valiosísimos que conformarán poco a poco la actitud de los pequeños ante la
vida y que debemos gestionar como oportunidades diarias para darles alas,
autonomía y conocimiento de sí mismos.
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