Acabo de
deleitarme con esta película sueco-danesa. Al no ser un experto en el séptimo
arte no entraré en críticas ni valoraciones estéticas que dejo para los
entendidos aunque debo reconocer que me ha gustado y mucho. Y no solamente por
la actuación de la espectacular actriz danesa Trine Dyrholm sino especialmente
por la trama orquestada sutilmente por un guion que ahonda de lleno en la respuesta que como
padres, educadores y personas damos a la violencia cotidiana que nos rodea.
Hay una escena
en concreto que me ha tocado de lleno. El protagonista corre hacia los
columpios del parque al ver que su hijo pequeño se pela con otro niño. Tras
separarlos con calma les pregunta por qué motivo se están pegando y los niños
explican que uno quería echar del parque al otro. Al instante aparece el padre
del otro chico y empuja violentamente al protagonista mientras le conmina a no
tocar nunca más a su hijo. De paso le suelta un par de bofetones -de los que
duele ver de verdad, por lo humillante- y le provoca para que se revuelva.
Anton observa la situación: su hijo pequeño asustado ante lo que le hacen a su
padre y el mayor con rabia en la mirada, esperando un acto violento en
respuesta que no se va a dar. Decide retroceder y salir del parque evitando un
altercado mayor consciente de que su hijo mayor va a tacharle de miedoso y va a
sentir una fuerte decepción aunque orgulloso por poner en práctica una de sus
máximas éticas que pretende transmitir a sus hijos.
En el filme se
dan diversas situaciones que cotidianamente querríamos resolver por la línea
agresiva como bullying en la escuela o situaciones abusivas gratuitas. Sin
embargo lo que se pone en relieve durante toda la cinta es precisamente el
control de la respuesta ante el abuso: ¿caer en la tentación de revolverse
violentamente o mantenerse firme y valiente sin caer en la respuesta al mismo
nivel? En este sentido aparecen algunas escenas que invitan a la catarsis
violenta por aquello de pensar en la justicia y ese dilema momentáneo nos lleva
a lo más hondo de nuestra humanidad.
Todo ello me
recordó a mis años de escuela. Concretamente en cuarto de EGB. Un niño de mi
clase (pongamos que se llamaba Jaume) tenía atemorizados a todos los demás. Su
modus operandi era a través de disponer de tres o cuatro fieles matones así
como de un sinfín de aduladores temerosos de recibir golpes y humillaciones en
la hora del patio. Yo estaba cansado de ver como a mis compañeros les robaban
las canicas, les insultaban y pegaban injustamente, se reían de uno y otro y
nadie hacia nada. Por suerte yo nunca fui víctima directa de sus fechorías
hasta el día que decidí plantarles cara ante un injusto canje de canicas que
rozaba el robo. Mi preciada canica metálica grande fue a parar a los bolsillos
de Juan y no pude hacer nada por recuperarla. Durante un par de días insistí en
lo injusto del canje ya que habían hecho trampas en el juego pero sólo encontré
de respuesta risas y mofas. Cansado, a la hora del patio me dirigí al
"cappo" Jaume indicando que su pequeño sicario me estaba tratando injustamente
a lo que me respondieron todos con amenazas colectivas, mofas y humillaciones
diversas. Aún recuerdo los bailes de Santiago alrededor de mi riéndose y
dándome alguna sutil patada con sus horribles botas amarillas y Jaume riendo
con aquella carcajada sádica que un niño de nueve años no debería de tener.
Las dos horas
posteriores al recreo antes de la salida fueron algo terrible para mí. Sentía
una rabia intensa y mi mirada estaba fija en Jaume a quién soñaba en agarrar y
pegar sin compasión. Y sencillamente así fue. La algarabía de la salida de
clase se truncó en el patio, justo enfrente de la puerta donde las familias
recogían a los niños. Recuerdo bien que me dirigí a Jaume y le dije muy
seriamente que se había terminado ser el "jefe". Cuando se mofó de mi
le agarré por el cuello y tras tirarlo violentamente al suelo empecé a
propinarle puñetazos en la cara, uno tras otro, sin soltarle el pescuezo,
aunque los cuatro sicarios se abalanzaran sobre mí pegándome y arañándome. Yo
no le solté. Ni cuando varios padres y madres (entre ellas la mía, que se
asustó al encontrarme debajo de la montaña de niños que se ostiaban) nos
intentaron separar. Yo seguía lanzando patadas y puñetazos sin compasión aun
viendo la sangre en su nariz y un ojo hinchado muy feo.
Todo terminó
unos días después con una mediación escolar y una pequeña charla. Pero, ¿saben
lo mejor? La banda de Jaume se desmontó y nunca más él volvió a ser "el
jefe" y alguno de sus pequeños matones con el tiempo se hizo amigo mío y a
día de hoy Jaume y yo, aun viéndonos poquísimo, nos apreciamos. Curioso.
Esa
historia de mi infancia siempre me provoca dudas. Estoy plenamente convencido
que la violencia conlleva irremediablemente a más violencia ("Hævnen", el titulo original del filme significa venganza) así lo
demuestra. Y la historia de la humanidad está llena de ejemplos. Como padre y
educador no permito que la agresividad se responda del mismo modo.
Aún recuerdo en mis
años de universidad un ejercicio de "Clarificación de valores" que el
viejo profesor de educación moral nos propuso: encuentran a un viejo desvalido
al borde de la muerte que resulta ser el responsable de grandes matanzas en
campos de concentración nazis; ¿qué hacemos?, ¿lo llevamos a juicio y
destrozamos la vida de su tranquila família que nada conoce o lo dejamos morir
en paz? Dilemas morales que se entrelazan con ansias de venganza y en lo más
hondo la violencia aunque creamos que es justa.
Estos dilemas aparecen
en la vida cotidiana de nuestros pequeños y adolescentes. Ellos responden a
menudo desde su cerebro reptiliano, desde su emoción básica. Y nosotros nos
espantamos al observar la creciente violencia entre la población adolescente. Sin
embargo no nos paramos a pensar del todo en sus motivos, quizás no tan cercanos
a nuestra moralidad o tal vez sí aunque con un desfase temporal que no
entendemos.
Sea como fuere los
adultos nos preocupamos y a menudo nos sentimos impotentes ante situaciones de
bullying y agresiones o humillaciones diversas que se dan cada dia en escuelas
e institutos sin darnos cuenta que el detonador de todo a menudo no es más que
el miedo. Miedo a sentirse rechazado, diferente, apartado, solo, incomprendido,
injustamente tratado o vilipendiado. Y ese terror es capaz de crear
monstruosidades. Capaz de generar maltrato y prepotencia. Brutalidad y
perversión. De todo ello es capaz puesto es lo mismo que funciona en la
sociedad adulta: el miedo al fracaso, la ley de la jungla, el poderoso siempre
premiado aún a sabiendas de lo injusto de su poder. ¿Estamos
los adultos sometidos?, ¿es la violencia juvenil una respuesta o un espejo?
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