Recientemente acudí a una mesa redonda en Barcelona enmarcada en la
celebración del día mundial de las lenguas maternas en la que se iba a hablar
de la importancia del plurilingüismo en el mundo educativo. Los ponentes de la
mesa (una mamá de origen marroquí, una profesora universitaria investigadora en
el tema y un coordinador pedagógico de una escuela de primaria) dialogaron junto a la moderadora, una
educadora social especializada en temas interculturales ... o será
multiculturales? Y esa pregunta no me la hago en balde ya que llevo casi quince
días dándole vueltas a todo lo que escuché, pensé y recordé de mi experiencia,
conversé con la persona que me acompañaba, que por cierto, hizo una aportación
fundamental al final del acto relativa a que hacen falta más profesionales
procedentes de otras culturas y sobretodo que se les pregunte y escuche.
Los argumentos pedagógicos y sociológicos acerca de por qué debe
incentivarse el uso de cualquier lengua materna en el mundo escolar son obvios
aunque debo decir que me encantó escucharlos de nuevo y reactivar antiguas
ideas, creencias y demandas de las que reconozco estar algo olvidadizo.
Especialmente me sorprendió (tal vez más por el uso de un concepto que por la
idea de fondo que se pretendía mostrar) la exposición de la mamá dónde explicaba
la poca participación en las escuelas de las familias de origen inmigrado apelando
a un supuesto “sentimiento de inferioridad”. Inferioridad. Inferioridad. Esa
palabra retumbó un rato en mi cabeza y me cogió desprevenido. No se trataba de
un argumento técnico aunque estaba más claro que el agua. Y ya sabemos que
dónde hay alguna idea de inferioridad existe otra de superioridad aunque su
grado de sutileza la haga a menudo casi indetectable agazapada en aquello de “lo
políticamente correcto”. Enfrascado en
ese pensamiento y saltando de lo social a lo lingüístico y cultural de un lado
a otro recordé el libro de Siguán (Bilingüismo y Educación) que todos los maestros
y pedagogos parece ser que leímos en nuestra formación en los noventa dónde
apoyado en criterios filológicos y sociológicos defendía la tesis que un
perfecto bilingüismo es una quimera inalcanzable puesto que cada idioma aporta
un valor cultural, histórico, económico, sociológico y vital único, particular,
que siempre tenderá a querer imponerse en un territorio determinado por encima
de los otros. Ya por aquella época entendí claramente la necesidad del concepto
de Inmersión lingüística en la educación catalana por el simple hecho de estar
en inferioridad de condiciones ante siglos de imposición del español a todos
los niveles. Aún hoy día cabe destacar el ridículo porcentaje de uso de la
lengua catalana en prensa, edición de libros, televisiones, radios, carteleria,
cine o publicidad frente al español y el porcentaje similar de su uso especialmente
en la zona metropolitana de Barcelona; una situación general, esta, sin duda esclava
de motivaciones culturales, políticas y económicas.
Pero mi foco de interés ahora no abarca la situación de bilingüismo en
Catalunya sino más bien hacia dónde fue derivando poco a poco el diálogo en la
mesa redonda. Una derivación inevitable hacia alusiones al racismo,
supremacismo, multiculturalismo o interculturalismo. Soy consciente que todos
estos términos juntos marean o aluden a deseos de simplificar y aclarar pero me
parece ahora mismo extremadamente complejo hacerlo. Y en mi caso es así porque
siempre le di muchas vueltas a estos temas y de hecho me los fui encontrando en
toda mi trayectoria profesional, muy especialmente en mi dedicación de 14 años en
el barrio del Raval en Barcelona trabajando con infancia, adolescencia, familias
y jóvenes desde diversos proyectos comunitarios, donde incorporé a mi vida un
cúmulo de experiencias, personas,
creencias, prejuicios y
situaciones que me obligaron a replantearme infinidad de temas.
Sin duda, cuando el otro día se aludía desde la mesa a las ya clásicas
fiestas “folclóricas” de representación de la diversidad cultural en escuelas y
similares no pude reprimir una tristeza interna por ver que andábamos aún 25
años después en la misma idea de las famosas “Festes de la Diversitat” que
organizaba antaño SOS Racisme y de las que tanto había yo participado tanto por
compromiso social, como festivo y familiar por los lazos que me unían entonces
a la directora de la organización. No pude reprimir tampoco recordar la
multitud de veces que desde los proyectos del Raval, en unos primeros años de
novedad habíamos animado a visibilizar y empoderar a las diversas comunidades
del barrio para que fueran reconocidas y como con el pasar de los años
comprendimos que ese no era sino un paso más que preliminar, sólo introductorio
para poder tan sólo soñar con “normalidad” y que nuestra ingenuidad chocaba una
y otra vez contra un sistema socioeconómico perpetuador de desigualdad y
vasallaje.
En un momento de la conversación se hizo alusión a trabajar las “competencias
interculturales” y rápidamente en una visión algo crítica recordé como había
estudiado antaño los conceptos teóricos de multiculturalidad y
interculturalidad dentro de mi propio desempeño profesional pretendiendo
comprender esas lógicas y decidido (también con una extrema ingenuidad... mi
pareja lo definiría como “chupiguays”) a poder convencer a los distintos
equipos de la necesidad de orientar nuestro trabajo hacia la interculturalidad sin
tener como objetivo el multiculturalismo ya que –creía yo- que no era esa una
situación para alcanzar sino un hecho objetivo del momento. Entonces no caía mucho
en la cuenta de la necesidad extrema de empoderar a los diversos colectivos,
del tiempo necesario para que muchas personas se sintieran ciudadanas reales de
esta sociedad, de la falta de líderes y referentes, de las trabas insalvables
que el establishment ponía, pone y pondrá y de la extrema sutilidad en que a
menudo se desenvuelven las redes del control social, el racismo y el poder. No
era muy consciente aún puesto que desarrollaba mi trabajo con tanta pasión que
tal vez me dejaba llevar por los cantos de sirena de los nuevos descubrimientos
teóricos como la etnopsicología y etnopsiquiatría importados de Francia por un
colaborador nuestro, antropólogo francés, que defendía que la salud mental y el
concepto de bienestar occidental no eran muy compatibles con las realidades de
las personas recién llegadas o las de sus hijos. Recordé esa tarde en un
instante multitud de proyectos en que nos embarcamos para dar voz a niños y
niñas, a sus familias, a jóvenes y adolescentes a la vez que animábamos su
triunfo en lo académico como primer espacio de reconocimiento social, a la vez
que fomentábamos (ya en una segunda fase) la participación social como eje
fundamental para poder acceder a espacios de decisión y vinculación social y
política. Estamos hablando de inicios de los años 2000 y por aquél entonces
centramos esfuerzos en dirigirnos hacia la interculturalidad a través de
proyectos artísticos (conciertos, acceso a la música y intercambios culturales,
intergeneracionales, teatro y muy en especial en el acceso a la metodología del
Teatro del Oprimido de Boal a jóvenes de la calle para poder expresar sus
reivindicaciones...) en un contexto dónde la ciudad de Barcelona aclamaba
músicas mestizas y proyectos parecidos en un boom multicultural y intercultural
que parecía dar alas a proyectos de intervención socio educativa en esa área.
Y centrado en todos aquellos recuerdos y experiencias como
educador-militante de juventud caí en la cuenta que nos habíamos descuidado de
aspectos fundamentales como el hecho de detenernos infinitamente más en el reconocimiento,
visualización, empoderamiento y surgimiento de líderes de comunidades diversas
para que ellos tomaran el mando y en el hecho fundamental de la lucha contra la
desigualdad porque si bien ello formaba parte del ADN de la organización para
la que trabajábamos tal vez y pese a todos los esfuerzos aún hoy día ese
resulta ser el aspecto fundamental que circunscribe a determinados ciudadanos a
ser visualizados como “de segunda” y ello mantenga vivas ideas xenófobas y
racistas que siempre estuvieron presentes y formaron parte de nuestra cultura
con sutilidad en algunos casos y con violencia en otros.
Esta noche pienso en la situación actual de muchos de los que por aquél
entonces eran niños y adolescentes y me pregunto qué ha cambiado para ellos; a
qué tuvieron que renunciar para poder tener una vida digna los unos; en qué
pozos cayeron por no gozar de igualdad de oportunidades los otros. Y sin llegar
a mayores conclusiones me gustaría pensar que las nuevas generaciones de
educadores y educadoras (hoy ya no militantes en su mayoría) aúnan esfuerzos
para encontrar modelos de intervención que generen ascenso social, referentes
culturales y líderes emergentes en los que otros jóvenes se puedan reconocer, espacios
comunitarios de diálogo, conocimiento y intercambio así como una decidida
apuesta por pedir políticas públicas en esta línea. Y por supuesto me gusta
saber que muchos de esos nuevos profesionales jóvenes (estos sí más militantes)
provienen de orígenes familiares diversos y disponen del conocimiento y la
referencia para empoderar a sus comunidades de origen.
Y por último me pregunto por el futuro que nos espera con las referencias
sangrantes del modelo francés dónde muchos franceses hijos y nietos de extranjeros
se sienten hoy extraños y discriminados en su tierra o con la referencia británica
de una amalgama de comunidades que conviven en paz pero de espaldas los unos a
los otros. Ni en Catalunya ni en España disponemos de un modelo en el que
trabajar. Sigue en construcción.
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