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sábado, 14 de marzo de 2015

Problemas adultos y respuesta infantil


A menudo los problemas acuciantes de los adultos nos dejan tan tocados y vulnerables que no somos capaces de aislar a nuestros hijos de esa nefasta influencia transformándose todo en una atención deficiente, poco diálogo, reproches, invisibilidad o maltrato.
Los niños son unas criaturas extremadamente sensibles capaces de reconocer nuestros estados emocionales y vislumbrar que algo no anda bien. Ellos se preocupan pero no saben poner palabras a esos sentimientos ni saben aún hacer las preguntas apropiadas a sus padres y madres. Simplemente intuyen que el comportamiento de papá no es del todo congruente ya que este se esfuerza en mostrarse cariñoso y interesado en su hijo pero hay algo extraño en esa actitud. Los adultos creemos ingenuamente que somos capaces de engañar a nuestros hijos. Pensamos que actuando como si nada nos preocupara aislando al niño de la desesperada situación económica o del descomunal problema en el trabajo o del estrepitoso fracaso en el último proyecto, simulando estar felices, activos y presentes, haremos creer a nuestros hijos que todo marcha, que no hay de qué preocuparse.
Actuamos así por amor, lógicamente. Hacemos esfuerzos titánicos para que nuestros hijos no se preocupen ni se agobien con nuestros problemas de adultos, aunque no somos del todo conscientes de que esas pequeñas criaturas captan la realidad de diferente manera a nosotros. La captan de manera más quinestésica y global, aún poco influenciados por los convencionalismos y formalismos en que equivocadamente los adultos nos movemos y terminamos por creernos. Ellos, en cambio, se mueven en un estado más natural, viviendo cada minuto y captando lo que acontece a su alrededor, disfrutando los momentos de felicidad al máximo y sufriendo en la misma medida los instantes de fracaso, miedo o pérdida, atentos a las emociones que se ponen en juego, sujetos a los deseos, hipersensibles al lenguaje no verbal y a los indicios. Y todos estos elementos, amigos padres y educadores,  son imposibles de simular. Simplemente aparecen de un modo u otro.

No es de extrañar que aquél padre desesperado por encontrar trabajo y con riesgo elevado de perder la casa no pueda -por mucho que lo intente- disimular su angustia y sus hijos empiecen a sufrir sus miedos y angustias reconvertidos en conductas distintas, evitativas, de aislamiento o hasta agresivas. Así como cuando tenemos momentos felices y noticias positivas -aún sin compartirlas explícitamente con nuestros niños- ello se traslada a la energía en la relación con los pequeños, exactamente el mismo mecanismo se reproduce en las situaciones negativas afectándolos de manera profunda y dejándoles cicatrices en el alma ya que ellos no son capaces de entender motivos sino sólo los síntomas. Ante la evidencia infantil que "algo no marcha bien" pueden aparecer las ideas de culpabilidad, los miedos al abandono en cortas edades o la simple incomprensión; todas ellas ideas que pueden conllevar conductas negativas (disruptivas o no) que repercuten en la relación familiar y que pueden degenerar en conflictos con los papás que sirven para instaurar la creencia en el niño que, efectivamente, lo que le ocurre a su papá puede ser culpa suya.  Este círculo vicioso tiende a reforzarse ya que a mayor conflictividad aparece mayor respuesta de la familia y si los progenitores están viviendo situaciones personales complicadas tienden a tener menor energía, paciencia y calma para poder atender los conflictos con los hijos provocando que estos se mantengan o acrecienten.

¿Qué hacer ante esto? Un padre muy preocupado me lanzaba un día esta pregunta preso de la desesperación, consciente que estaba atrapado en un complejo círculo. Y ciertamente la respuesta no es fácil .... Ni tampoco fiable, añadiría.
Algo importante a tener en cuenta pasa por instaurar la creencia que los niños captan rápidamente nuestro estado emocional. Disponen de sensores específicos que a modo de radar nos evalúan a diario y eso hace que sean capaces de saber que por mucho que nos esforcemos en enmascarar nuestras preocupaciones nunca seamos capaces de engañarlos por completo. Y entonces, ¿cómo hacemos? ¿Es mejor transmitirles abiertamente nuestros miedos y agobios para llenarlos de angustia e inestabilidad? Claramente no. Pero también es cierto que debemos esforzarnos en ser congruentes, en mostrarnos tal y como estamos, en ser nosotros mismos.
Cada papá y cada mamá tiene un vínculo único con su hijo y puede desarrollar al máximo aquellos mecanismos en que se permita mostrar sus debilidades a la vez que refuerza el cariño y transmite seguridad. Se trata pues de tres columnas básicas a equilibrar para lograr ser congruentes: muestras de amor sólidas, compartir nuestros estados de ánimo (por muy negativos que sean) y transmitir seguridad en nuestro vínculo.
El papá desesperado con las deudas puede llorar frente a su hijo y decirle que está muy triste porque no encuentra trabajo a la vez que le muestra amor profundo en cada conducta y le da un mensaje de tranquilidad puesto que siempre va a estar ahí junto a él y que por mal que vayan las cosas van a aparecer soluciones.
Se trata de equilibrio. Necesitamos poder compartir con los pequeños. No es un fracaso para un padre admitir ante su hijo que se encuentra muy triste o muy nervioso por tal o cual razón. El niño va a entender que su padre está afectado por algo y va a adoptar conductas de apoyo; ¡va a querer cuidarnos! No es conveniente, empero, trasladarle nuestros miedos en grado máximo ya que esto le puede llevar a agobiarse en exceso. No es conveniente tampoco dejarnos llevar por nuestro estado depresivo y mostrar por períodos demasiado largos nuestra tristeza o desesperación. Debemos aplicarnos en auto controlarnos, que es algo distinto a intentar engañar.

No se pretende en esta reflexión dar recetas ni guías sino simplemente reflexionar sobre momentos cotidianos compartidos con los hijos. Espacios de tiempo valiosísimos que conformarán poco a poco la actitud de los pequeños ante la vida y que debemos gestionar como oportunidades diarias para darles alas, autonomía y conocimiento de sí mismos.

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