¿Sabéis qué? Me apasiona lo que hago. Pese a las
tensiones, altibajos, frustraciones y miedos. Pese a los cabreos y los
quebraderos de cabeza. Pese a las incertidumbres a menudos gigantescas. Pese a
unos salarios de mierda en un convenio (el de Catalunya) congelado desde hace
más de una década… (se desbloqueó sin grandes mejoras una semana después de
empezar este escrito).
Y es sin duda la pasión por acompañar infancia y
adolescencia en situaciones complicadas y a sus familias lo que me ayuda a
enfrentar cada jornada laboral con ilusión. También me mueve acompañar al
equipo y observar cómo educadoras y educadores jóvenes van creciendo
profesionalmente ampliando su mirada, madurando y ofreciendo una intervención
progresivamente de mayor calidad.
Sí. Tengo la enorme suerte de haberme dedicado a
aquello que amaba. Me queda la duda del huevo o de la gallina: ¿me dedico a lo
que amo o amo a lo que me dedico? No lo sé. Tal vez si me hubiera dedicado al
periodismo -como en parte de mi adolescencia deseé- hablaría hoy con la misma
pasión. ¿Quién sabe? Pero a lo que vamos: soy educador social y pedagogo.
¡Educador de la primera promoción, nada menos! Desconozco si eso me da cierto
pedigree pero yo mismo me lo otorgaré sin modestia. Y me lo otorgo porque me
siento orgulloso de lo que hago. Me siento orgulloso de mi profesión en general
y de lo que aportamos a esta sociedad. Y lo digo desde la más absoluta
serenidad; la que me aporta un bagaje de 28 años en la profesión
desenvolviéndome como educador, coordinador, docente y director en la
protección a la infancia, el trabajo en medio abierto, la atención a familias,
la tutela y la universidad.
Y desde esta experiencia profesional en la que
siempre he intentado dar lo mejor de mí mismo y disponer de una mirada
posibilista llego hoy a 2023 atisbando una realidad que me abruma un poco y que
creo, debemos denunciar. Permitidme que hable desde mi lugar de mayor
conocimiento: la realidad de los y las profesionales en la atención a la
infancia y adolescencia en Catalunya (aunque creo que es extensible al estado
español).
En contadas ocasiones he escrito sobre ello pero
hoy no voy a obviar la cuestión de las condiciones laborales de nuestro ámbito
ya que sí, nos afecta y mucho. Más allá de la idea del escaso salario me
gustaría argumentar sobre el respeto por nuestra profesión, por recordar lo que
aportamos y lo que ponemos en juego a diario y como todo ello a menudo se
desconoce o no se le da el suficiente valor. De hecho, no lo hacemos ni
nosotros mismos.
Que nadie se me enfade que voy a escribir desde
las tripas.
Empecemos:
- Nuestra profesión cuenta con una relativa
buena salud, es decir, está reconocida por la administración y más o menos
están definidas nuestras funciones, si bien debemos enfrentarnos a enormes
lagunas legales, odiseas burocráticas o la eterna falta de recursos (que
no siempre es así y a menudo sirve de tremenda excusa). Las primeras
promociones de educadoras y educadores sociales empezarán a jubilarse en
unos 10 o 15 años -si el sistema lo permite- y muchos jóvenes escogen esta
profesión por una motivación parecida a la que los más viejos usamos para
llegar a ella: ayudar a construir una sociedad más equitativa, sostener a
las personas con mayores dificultades, luchar por cuestiones de igualdad
social, acompañar en el empoderamiento de la gente o creer en la justicia
social. Motivaciones, todas ellas y
muchas más, muy loables y siempre en el flanco izquierdo del pensamiento
político si bien voy observando cómo, progresivamente, los y las profesionales
más jóvenes disponen cada vez de una menor mirada política, de contexto,
de saber de dónde venimos, hacia dónde vamos y de quién corta realmente el
bacalao (“quí remena les cireres”). Todo ello me retrotrae a menudo a mis
primeros años de educador y mi dulce inocencia, pero cuando pienso un poco
en ello creo que no era tan "inocente". Había leído a Foucault,
Giroux, Freire, Bordieu, Weber y otros. Era capaz de relacionar todo ello
en mi práctica cotidiana y disponía de una mirada muy crítica (que se ha
reformulado con el tiempo) que me hacía reflexionar, mover y vislumbrar mi
intervención concreta en un contexto mucho más amplio dotándola de sentido
general.
Hoy día no abundan este tipo de reflexiones en los profesionales más
jóvenes (por lo menos en una mayoría) y ello es muy preocupante puesto que
podemos correr el riesgo de observar nuestra profesión como una suerte de miles
de intervenciones dispares desde lugares diversos, inconexas y vestidas sólo
desde la tecnificación.
En lugar de encontrar sentido y ahondar en la cuestión clave de nuestra
profesión muchos profesionales se vuelcan en el esfuerzo titánico de
"hacerse reconocer", de viralizarse como profesionales eternamente
maltratados en una profesión durísima que no acaba de recompensar a quienes la
practican. Y no les falta razón, claro,
pero a mí me rechina mucho que esa queja lastimosa provenga, a veces, de
profesionales que prácticamente aún no han tenido tiempo de
"quemarse" o que les cuesta situar su desempeño diario en un contexto
mucho mayor o que realmente no se reconocen como verdaderos agentes de cambio.
No se me vaya a enfadar ahora ningún educador o educadora de las nuevas
hornadas. Existen profesionales jóvenes brutalmente competentes y motivados
como nadie en pos de ser agentes de transformación; verdaderos cracks que desarrollan
su labor cotidiana centrados en la intervención concreta pero sabedores que sus
efectos van mucho más allá, jóvenes educadores y educadoras comprometidos con
las personas a las que atienden; lo que yo defino como "poner el
corazón".
Sin embargo y a riesgo de equivocarme (ojalá) sí que observo una importante
masa de nuevos profesionales que no acaban de integrar el encargo social de su
profesión en toda su magnitud y se quedan enmarañados en la mera cuestión (que
no es "mera" sino básica) de las condiciones laborales. Y conste que
soy consciente que la profesión necesita urgentemente una mejora brutal y
general en cuánto a ellas (más abajo expongo) pero me resulta triste que ese
sea el motivo por el que muchos jóvenes se desaniman, queman o abandonan sin
haber tenido la oportunidad de aprender por más años su profesión ni de poder
disfrutarla y valorarla en su magnitud.
- Una gran mayoría de los profesionales de le
educación social en infancia y adolescencia están contratados por
organizaciones del tercer sector. El resto desarrollan su trabajo en las
diversas administraciones. Progresivamente se ha ido generando una
diferencia abismal entre unos profesionales y otros en cuestión salarial y
de condiciones laborales. Aun desarrollando idénticos trabajos hay unos
educadores y educadoras que pueden llegar a percibir hasta el doble de
salario que sus homólogos del tercer sector. Por poner un ejemplo de los
trabajadores en el ámbito residencial, un educador/a de un CRAE público
puede percibir el sueldo de un director/a de un CRAE no público (y ello
sin contar con la descomunal
responsabilidad legal con la que carga este último como guardador
legal) y un director/a de un CRAE de la administración percibirá casi el
doble (con extras y demás) que uno del tercer sector con idéntico encargo.
Si tenemos en cuenta que un niño o
niña con una resolución de tutela puede acceder tanto a un centro público
como a otro del tercer sector puesto que así lo disponen sus derechos
legales ¿ya parece justo a nivel
político esta distinción?; ¿qué diría la
opinión pública si ello ocurriera en la sanidad pública
especializada?, ¿o en los recursos de la
educación pública?....¿por qué motivo unos profesionales con
idéntica responsabilidad social y encargo público disponen de condiciones
radicalmente tan lejanas?....el mismo niño o niña tutelado puede ser
atendido bien por profesionales con unas buenas condiciones laborales bien
por otros que no disponen de las mismas para nada, pero los derechos,
esfuerzos y dedicación que merece son los mismos, evidentemente. Entonces,
¿para el sistema es justificable que la atención a los mismos derechos
esenciales merezca en unos casos unos recursos y para otros mucho menos?
No vamos a entrar en la historia de por qué ello es así ni de las gestiones
que originaron los primeros centros no públicos ni de los acuerdos con la
administración catalana. Ello forma ya parte de un pasado que felizmente se
quiso cerrar en 2008 con el convenio d'Acció Social, en su momento muy
innovador (al venir de la más absoluta nada anterior) y con unas mejoras
salariales para todo el colectivo, especialmente para el de los centros
residenciales. Sin embargo, pronto van a cumplirse 15 años de ese hito y los
salarios son los mismos que entonces (no hay que recordar la diferencia brutal
del costo de la vida desde entonces hasta ahora, verdad?). Salarios semi
congelados para miles de educadoras y educadores que trabajan en el tercer
sector realizando un servicio público esencial -de responsabilidad de la
administración- que se han ido convirtiendo progresivamente en profesionales
prestadores de servicios a bajo coste. Sí. Nosotros estamos contratados por
organizaciones del tercer sector que progresivamente han ido perdiendo su
antigua capacidad crítica, innovadora y creativa para irse convirtiendo -en
muchos casos, no todos- en organizaciones prestadoras de servicios a bajo
coste; servicios, que en todo caso se les debería exigir la misma calidad que a
los propios de la administración y deberían disponer de exactos recursos.
He tenido la suerte de trabajar a lo largo de los años en organizaciones
pequeñas con ideal innovador intacto y volcadas en su misión y en otras medianas
que ya no recordaban su misión originaria y sólo luchaban por perpetuarse o
engrandecer sus servicios. Y claro, la diferencia es abismal. Pero tanto unas
como otras están sujetas a un convenio que las grandes organizaciones no
quieren tocar y tampoco la administración. La administración asegura prestar
unos servicios sociales básicos de obligado cumplimiento y de una
responsabilidad descomunal a precio de saldo. Las organizaciones (hablamos de
algunas de las grandes) mantienen sus servicios y infraestructura con
lastimosas quejas de no poder sostenerse y con diversas llamadas solidarias en
pos de la justícia social, etc. Pero la verdad es que cuando deben sentarse
todas ellas y llegar a un acuerdo para pedir a la administración una mejora
sustancial (que debería ser radical) de condiciones laborales para los
trabajadores son incapaces de respetar sus mínimos acuerdos y pesan muchísimo
más los acuerdos particulares, estrategias y demás que cada una de ellas haya
pactado con la administración anteriormente.
Recuerdo una reunión hace ya unos 10 años en que yo iba como representante
de mi organización (una mediana-grande) a una federación de organizaciones. Se
trataba de una reunión dónde debía votarse ejercer una presión X a la
administración después de estar un par de años intentando reclamar unas tristes
mejoras. Las semanas anteriores, todas las organizaciones en pleno andaban
decididas a firmar el manifiesto pero a la hora de la verdad, de la veintena
larga de entidades que estábamos en la reunión sólo la mitad (las pequeñas)
quisieron firmarlo ante mi incredulidad.
Y ahí estamos nosotros, educadoras y educadores que nos dejamos la piel a
diario en los diversos servicios que gestionamos, atentos a las personas que
acompañamos, nunca del todo conformes con nuestra intervención, sosteniendo el
sistema público de atención a la infancia y adolescencia sin rechistar. Un
sistema que según la ley de "Drets i oportunitats de la infancia i
adolescència" debería ser prácticamente universal y llegar a muchos más espacios
(especialmente en el campo de la prevención dónde olvidaron entre otras cosas
el derecho a actividades de tiempo libre garantizadas integradas en el sistema
de atención a la infancia o la dotación de recursos para proyectos como los
centros abiertos u otros parecidos para poder trabajar desde el ámbito familiar
de manera temprana y no hablemos ya de la salud mental). Y ahí estamos
nosotros, trabajando la mayoría en el tercer sector, otrora innovador, ágil,
reivindicativo, repleto de personal motivado y valiente que tiraba
autónomamente en muchos casos de trabajar sobre necesidades sociales emergentes
antes que ninguna administración pudiera desempolvar su maquinaria para
siquiera ver lo que ocurría. Claro que son otros tiempos.
- Son otros tiempos puesto que la mayoría de
esos antiguos proyectos del tercer sector andaban liderados por
profesionales movidos por la vocación y una determinación brutal que hacía
remover cielo y tierra para encontrar recursos y financiación. Muchos de
aquellos antiguos proyectos innovadores de hace 20 o 25 años forman parte
hoy día de la cartera de recursos de la administración que ahora ha pasado
a controlarlos en base a una financiación estructurada y igualitaria (en
base a ratios, etc) que genera una "red de recursos" distribuidos
por el territorio para hacer cumplir la ley y poder decir que se atiende a
todo aquél que lo necesita.
El tercer sector (hablo especialmente de las grandes organizaciones) se
conforma a menudo con prestar servicios a la administración y en contados casos
desempolva su antigua creatividad y dinamismo para generar algo innovador para
atender nuevas necesidades emergentes. Lo que está claro es que nunca fue la
administración (excepto la revolución de las comunidades educativas de finales
de los 70 y 80) y profesionales de los ayuntamientos i Generalitat de entre los
80 y 90) la que lideró nuevos proyectos, atendió necesidades emergentes ni
contó con los liderazgos necesarios entre los profesionales para generar ideas
innovadoras, nuevas miradas, etc. Y es que la administración no toma riesgos.
No es culpa de los compañeros profesionales que trabajan en ella ya que el
entramado mismo de la administración no facilita la libertad ni la innovación.
Ello lleva a excelentes profesionales a verse encuadrados en un sistema que no
les permite generar cambios rápidos ni aventurarse en actuar con presteza sobre
nuevas necesidades. La maquinaria administrativa y burocrática atrapa las ideas
y las congela. Mientras, aquellos profesionales que trabajamos en el tercer
sector, en teoría más libres, lanzados y dinámicos para poder crear nuevos
proyectos nos encontramos también en una progresiva
"funcionarización" (perdonad el término, pero ya nos entendemos,
¿no?) que nos lleva a compararnos con nuestros compañeros de la pública y lamentarnos
de nuestras condiciones para con los mismos trabajos, usuarios y problemas.
- Podemos decir, en resumen, que nuestro
trabajo no está bien pagado. De hecho, jamás lo estuvo pero antiguamente
nos sostenía en gran parte el simple amor a la profesión, la ilusión y en
muchos casos la militancia. Eso ya no está de moda. Cuando a mis 23 años
trabajaba en un Crae público de salud mental (durísimo) como educador
suplente pero desarrollando mis funciones prácticamente dos años seguidos
me maravillaba mi nómina puesto que con los pluses de todo tipo tenía un
sueldazo espectacular para mí. Recuerdo que yo quería aprender más y ante
la imposibilidad de poder disponer de tutorías terminé rechazando ese
trabajo para irme a una entidad del barrio del Raval en Barcelona a
trabajar de educador en un proyecto de centro abierto cobrando menos de la
mitad. No, no es que fuera idiota. Simplemente me apasionaba mi trabajo y
quería crecer, aprender, llegar a otros lados. Visto en la distancia tal
vez sí que fui un poco idiota pero estoy seguro que hoy día no dispondría de
mi mirada sobre la profesión ni hubiera aprendido ni una centésima parte
de todo lo que aprendí en aquella entidad y en todos los proyectos
posteriores en que he participado.
No. No me quiero poner ninguna medallita. Ni mucho menos. Igual que yo
hicieron muchos compañeros y compañeras porque teníamos afán de aprender,
cambiar muchas realidades y crecer. Y así lo hicimos. Y seguimos haciéndolo.
Pero también es justo decir que muchos de nosotros hemos ido cayendo por el
camino puesto que la vocación puede sostener mucho, pero al final las
condiciones laborales terminan pesando y más. De aquellos antiguos educadores y
educadoras varios se despidieron del tercer sector para ingresar en la
administración y intentar sostener su gran vocación en un entorno más
cuadriculado y controlado. Otros abandonaron definitivamente el ejercicio. Los
más se vieron abocados a desempeñar puestos directivos en sus organizaciones
encontrándose hoy en la encrucijada de trabajar para sostener su entidad a la
vez que para atender a las personas en
sus servicios. Otros tantos siguen en sus proyectos u otros similares en
puestos de dirección, coordinación o en la base y de ellos un alto porcentaje
ya saben lo que es sentirse quemado de la profesión y no pueden ejercer el
liderazgo que sus proyectos y compañeros necesitarían.
No querría mostrarme derrotista porque también es cierto que existen muchos
compañeros y compañeras con larga trayectoria que siguen motivados, fuertes y
lanzados como siempre y que son capaces de insuflar la ilusión por la profesión
a todos aquellos profesionales más jóvenes en sus primeros años.
Y hablando de los jóvenes, aquí tenemos un problema difícil de abordar
puesto que creo que sobrepasa a la profesión. Si expongo que la vocación
"ya no está de moda" (que me perdonen los grandísimos profesionales
jóvenes que sí la tienen y conozco unos cuantos) es porque las nuevas
generaciones no abordan el cambio social igual que lo hicimos los jóvenes de los
80 y 90. No se trata de argumentos viejunos sino de lo que veo a diario desde
hace años: muchos profesionales jóvenes
que se sienten sobrepasados, que buscan lógica seguridad laboral en un entorno
que no se la facilita, que se quejan de las condiciones laborales cuando ya
tienen un poco más de estabilidad, a los que
no les han contado el tremendo poder y incidencia de su profesión, que
no sostienen todo ese peso con la simple vocación como hacíamos antiguamente (y
ingenuamente también) y que no desprenden una ilusión militante (no porque no
sean menos capaces sino porque el contexto social, su formación y nuestro
tiempo consideran la militancia como algo cercano a lo ridículo). Y con todo
ello, muy pocos les exponen a todos ellos y ellas las posibilidades infinitas
de nuestra profesión, el tremendo trabajo de acompañar personas y promover
cambios, empoderamientos, nuevas aventuras, diminutos movimientos en un pequeño
entorno hoy que mañana pueden ser enormes, la incidencia social y también
política que hacemos desde nuestro día a día, el orgullo por ser profesionales
que aspiran a generar transformación social (aunque nos cueste tanto verlo
desde nuestro pequeño proyecto).
Yo no lo aprendí por magia sino leyendo, escuchando y trabajando con
profesionales que se convirtieron en referentes míos por su pasión. Y es esto,
la pasión, lo que creo que estamos perdiendo y desde las brasas de los
educadores y educadoras más experimentados -pese a condiciones laborales de
mierda- deberíamos avivar el fuego para que los más jóvenes no se quemen,
trabajen con ilusión, se crezcan, tengan orgullo absoluto por su trabajo y
desde ahí denuncien sus condiciones laborales con firmeza.
- Como colectivo profesional a menudo nos toca
sostener lo insostenible. De
hecho, creo que ese debería ser un lema descriptivo de nuestra profesión
en muchos momentos. Como
profesionales ponemos en juego muchísimo más de lo que la gente que
desconoce la profesión imagina. Vosotros y vosotras, compañeros sabéis
bien de qué os hablo.
Existen profesionales como policías, bomberos, profesionales de salvamento,
soldados y otros muchos que ponen en riesgo su vida muy a menudo. Lo sabemos
todos. Forma parte de su encargo social. Lo asumen y se les recompensa y
reconoce en función también de ese riesgo. Otros profesionales del mundo
sanitario salvan vidas y se mueven en entornos estresantes y bajo una presión
fortísima. Y así muchos más. En nuestro caso (especialmente en el medio
residencial) trabajamos con personas vulnerables, que han sufrido graves
pérdidas y a menudo también con trastornos importantes. Y con ellas nos ponemos
en juego y lo hacemos con nuestra presencia. Y ahí está el tema en cuestión, la
"presencia". Y es que estar presentes acompañando personas
vulnerables es mucho más que "estar". Significa hacer de referentes,
acompañar, poner límites, dar apoyo y cariño, observar, preguntar, jugar, reír,
sufrir, enfadarse, sostener, recordar, esperar, tranquilizar, motivar, detener,
espabilar… vivir. Y es que nuestro trabajo se contextualiza en el entorno de la
vida cotidiana y la herramienta básica de trabajo es nuestra persona y de ella
tiramos para poder hacer las cosas bien. Seguro que os suena, ¿verdad? Pero es
que es muy arriesgado y necesitamos ser muy valientes para ser "nosotros
mismos" en todas las vicisitudes con las que vamos lidiando cada día y se
necesita una energía exultante para sostener a diario situaciones emocionales
brutales, emotivas, violentas, tristes, exasperantes a la vez que se van dando
otras divertidas, estresantes o inesperadas. Todo ello a la vez y multiplicado
por cada persona a la que atendemos.
A menudo cuando termino mi jornada y me entra el "bajón
energético" al llegar a casa pienso por unos instantes la cantidad de
momentos de máxima intensidad emocional que mi corazón ha sostenido en un solo
día y me maravillo de mi fortaleza y me pregunto cuánto tiempo mi capacidad
emocional va a ser lo suficientemente resistente cómo para seguir dedicándome a
lo que me dedico. El desgaste es brutal y cada uno de nosotros necesita un
espacio personal con sentido terapéutico para poder mantener el ritmo y no caer
al precipicio. Aunque cómo sabéis, muchos educadores y educadoras caen de lleno
en él ya sea por puro agotamiento o fruto de una situación especialmente tensa
que ha desbordado definitivamente al profesional. Y es que en nuestro rol de
"cuidadores" tampoco tenemos a quien nos cuide. En ese sentido no
tenemos ni el reconocimiento en condiciones laborales o económicas ni ventajas
-que a mi parecer deberían ser totalmente lógicas- como disponer de más días de
vacaciones o descanso o la posibilidad de jubilación antes que la mayoría (¿o
es que creéis que no veremos a educadores o educadoras mayores sufriendo
ataques cardíacos en intervenciones con los chicos?).
Con todos estos argumentos vengo a decir que nadie (salvo nosotros mismos)
cuida a los profesionales que atienden y acompañan a la parte de población que
mayor presencia absoluta, energía, estabilidad y cariño necesita. Y nosotros
damos todo ello a diario, despreocupados por nuestra propia salud mental hasta
que esta se nos muestra de repente con señales difusas. Despreocupados por
nuestra seguridad hasta que nos encontramos con situaciones de violencia y
agresiones. Y seguimos ahí.
Si un maestro sufre una amenaza seria o una agresión se despliegan una
suerte de mecanismos para cuidar a este profesional. Cuando ello ocurre con un
educador o educadora social en un contexto residencial no pasa absolutamente
nada (y no hablo de las consecuencias educativas) sino simplemente de cómo
acompañamos o cuidamos a ese profesional que ayer fue agredido por un chico y
que hoy volverá a verlo. Y no entro ahora en técnicas restaurativas y otras que
sí, que se aplican y funcionan. Tampoco entro en los modelos de intervención ni mucho menos en culpar a los
adolescentes. Pero sí que entro en acusar a la administración (y a nosotros
mismos) por no reconocer el esfuerzo brutal que realizan todas estas personas
que se juegan el tipo a diario (físico y mental) y tienen unas condiciones
laborales que para nada reflejan la exigencia de su trabajo.
Cuando terminó el período crítico de la maldita pandemia todo fueron
aplausos para los profesionales que se dejaron la piel (y algunos la vida) en
entornos de salud y especialmente también en proyectos residenciales de
personas mayores o personas con discapacidad. Muchos de ellos tuvieron -aparte
de aplausos- también otras recompensas. Entre ellos había muchos educadores y
educadoras sociales. Me alegré por una parte pero por otra no entendí que nadie
se acordara de los profesionales de los proyectos residenciales de protección a
la infancia. Sólo nosotros sabemos lo que vivimos y sin entrar ahora a
relatarlo sí que me duele que nadie se acordara de nuestro colectivo. Creo que
debe existir la creencia que en nuestra profesión estamos acostumbrados a
soportarlo todo. Y así nos va en cuestión de reconocimiento. En fin.
- Además de dedicarnos a "sostener lo
insostenible" debemos reconocer que el contexto de nuestra intervención
se va complicando progresivamente fruto de una complejidad social
fluctuante y con cambios aceleradísimos como nunca en la historia que no
nos permiten "asentar bases" y nos destinan a lidiar -como todos
los demás profesionales- con la incertidumbre, la novedad y el
desconocimiento. Los actuales
cambios sociales, la influencia brutal de los medios, el poder de la tecnología
y otros ejercen una presión en nuestras sociedades y individuos que no
sabemos cómo abordar.
Como la gran mayoría de profesiones, andamos aún
profetizando sobre como va a incidir sobre nosotros el avance de las
inteligencias artificiales, la robótica o la mecanización a todos los niveles. Sin
embargo, sí que tenemos bastante claro que nuestro rol de “expertos en
acompañamiento educativo” difícilmente lo podrá desarrollar una IA y ello
debería motivarnos para valorar mucho más nuestro trabajo y dignificar nuestras
condiciones. Debería servir también para identificar nuevos lugares para
nuestra intervención, espacios que sinceramente creo que necesitan con urgencia
de nuestra presencia y saberes:
- Las escuelas y los institutos dónde creo que
deberíamos estar integrados ya mismo en equipos de trabajo consolidados.
- La salud mental infantil, juvenil y adulta dónde
nuestra presencia debería ser mucho mayor (a la espera que la de los
profesionales de la salud también lo sea).
Que el dia 2 de octubre lo veamos más como una
reivindicación que como celebración de nuestra profesión tampoco debe
desanimarnos.
Os recuerdo que tenemos una de las profesiones
más bellas que existen.